¿Por qué nuestros institutos se han quedado sin alma?

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Esta mañana le he preguntado a la antigua directora de mi instituto algo que hacía tiempo que me intrigaba: sencillamente, por qué en nuestro centro (construido en 1997) no existe salón de actos. Y ella me ha informado de que, por aquel entonces, ya estaba vigente una norma ministerial que ordenaba prescindir de tal espacio en los institutos de nueva creación.

Ignoro si se trata de un fenómeno generalizado en todos los institutos españoles construidos durante los últimos años: no dispongo de datos al respecto, de modo que, en este concreto punto, no puedo hacer afirmaciones categóricas. Sin embargo, tengo la impresión –que los lectores pueden confirmar o desmentir– de que, efectivamente, en muchos centros de Secundaria inaugurados durante los últimos años ya no existe el tradicional salón de actos de toda la vida: donde, por ejemplo, se representaban obras de teatro y se celebraban las actividades de la Fiesta de Santo Tomás. De modo que, si no me equivoco, los salones de actos que aún están en funcionamiento son los de los institutos más o menos antiguos, los que se pusieron en marcha hasta finales de la década de 1980.
 
¿Por qué se tomó en su día la decisión de suprimir este tradicional elemento en nuestros centros educativos? La ex directora del mío no ha sabido explicarme motivación alguna. Desde luego, pudieron influir factores de tipo económico y la necesidad de espacio: si se precisan más aulas y más superficie para otro tipo de dependencias, es posible considerar que la función del salón actos puede suplirse aprovechando la biblioteca o el gimnasio, o habilitando una gran aula de usos múltiples, o arbitrando alguna otra solución más o menos razonable. Así nos ahorramos espacio y dinero. Y, sin embargo, intuyo que hay también algo más: barrunto y sospecho –malpensado que se ha vuelto uno– que, detrás de este cambio, existe una cierta motivación de orden ideológico. Inconfesable en sus términos estrictos, pero coherente con otros muchos fenómenos perversos actuales, y que se inscriben todos en un vasto proceso de ingeniería social.
 
¿De qué se trataba, en definitiva? Pues de luchar, en los más distintos ámbitos, contra el espíritu sagrado que late en el fondo de todas las cosas, y sin el cual el mundo humano se convierte en un infierno. Aplicando una particular versión de la navaja de Occam (“prescindamos de todo lo superfluo”), los tecnócratas del Ministerio de Educación, o de la Consejería respectiva, consideraron, desde una óptica pragmática y progresista, que los salones de actos constituían un desagradable resabio, un residuo a extinguir proveniente de los oscuros tiempos del franquismo. Porque un salón de actos es algo más que un espacio con butacas, tarima y escenario: es el símbolo de  que el instituto constituye una comunidad. Allí se reunían alumnos y profesores para los actos de la fiesta de Navidad. Allí tenía lugar el acto académico con el que se producía la solemne inauguración del curso. Allí, en definitiva, tenía su sede –de alguna manera– el alma del instituto. 
 
Y, ¿acaso existe algo que nuestra época odie más que el alma de las cosas? El alma supone para los gurúes del mundo nuevo que se avecina un molesto estorbo, un elemento recalcitrante que se resiste a la avasalladora remodelación de lo real que hoy se encuentra en curso. Si los institutos deben convertirse en semillero del hombre nuevo –esa masa de dóciles epsilones que nuestros políticos andan empeñados en producir–, entonces hay que extirpar de los centros educativos todo rastro de malsana metafísica, todo atisbo de obsoleta tradición. Así, nos hemos ido cargando, uno tras otro, los odiosos símbolos de un mundo que debe ser amortizado. Para empezar, abajo los catedráticos –la jerarquía, la excelencia–: democraticemos al profesorado, poniéndolos todos en el mismo desdibujado saco. Y, luego, viene todo lo demás: fuera tarimas, fuera himnos, fuera lemas, fuera diplomas, fuera coro, fuera todo signo de tradicionalismo escolar.
 
Lógicamente, la pervivencia del salón de actos –allí donde existe, donde no ha sido transformado en simple aulario– no asegura, por sí misma, la subsistencia del alma de un instituto: pues tiene que ir acompañada por todo un conjunto de elementos –materiales y morales– orgánicamente interrelacionados, sin los cuales bien poco puede. Ahora bien: en el plano de la simbología, me parece que el salón de actos desempeña un papel capital. Un instituto con salón de actos, con escenario, con patio de butacas, produce en el visitante una impresión completamente distinta de la que se obtiene en un instituto “ontológicamente rasurado”, como es el mío. La navaja de Occam prosigue, hoy como siempre, su inmisericorde campaña contra la bastarda metafísica. Y es que, de alguna manera, el salón de actos constituye el corazón del instituto. Porque un instituto es mucho más que una sucesión de aulas a través de unos largos y tristes pasillos. 
 
¿Queremos –¿lo queremos realmente?– que nuestros institutos recuperen el alma que hoy han perdido? Pues, entonces, restituyámosle al salón de actos toda su antigua dignidad. No los transformemos en salas para hacer exámenes. Llenémoslo de sustancia y de vida. Y entonces, además, cambiemos otras muchas cosas. Cultivemos todo lo que signifique excelencia y tradición. Dotemos a cada centro de una personalidad definida. Pongamos una vitrina con la enciclopedia Espasa-Calpe en cada sala de profesores, para que les recuerde a los docentes que el instituto aún no es una guardería ni un centro de asistencia social. Elijamos un lema para el centro, preferiblemente en latín. Convirtámoslo en un lugar de efervescencia intelectual: que en la sala de profesores vuelva a hablarse de filosofía, de literatura, de ciencia, de historia. Que los alumnos noten que su instituto tiene un espíritu, que es fiel a unos valores eternos que están infinitamente por encima de la bellaquería de nuestros políticos, que han destrozado el sistema educativo a base de convertirlo en su campo de batalla preferido. Hagamos esto y hagamos otras muchas cosas. Busquemos con hambre el diálogo, el encuentro humano profundo. Veneremos con unción el universo de la cultura, huérfanos del cual volvemos irremediablemente a la más cavernaria barbarie. Porque, si no hacemos todo esto, ¿qué demonios creemos que vamos a poder enseñar después a nuestros alumnos en las aulas?
 
Un instituto –conviene recordarlo hoy– no tiene como función estabular a los adolescentes y contribuir así, según la peculiar concepción de nuestros politicastros, a mantener la “paz social”. Un Instituto de Enseñanza Media o de Bachillerato –lo de “Secundaria” ha adquirido connotaciones deprimentes– debe estar al servicio del saber, que es la mejor manera de que luego sea realmente útil a la sociedad. Y, si debe ser tal cosa, ha de tener, como corazón del centro, un buen salón de actos. Elegante, recoleto, atractivo. Y, sobre todo, acogedor. Porque, para alumnos y profesores, está llamado a convertirse en un auténtico hogar.

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