De tal palo, tal astilla...

La niñatocracia española

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Lo reconozco, soy seguidor del “reality” Curso del 63, uno de esos programas que siempre tratan de lo mismo: se encierra a unos cuantos gaznápiros en cualquier sitio, se les graba mientras hacen lo que saben, o sea, nada interesante, y ya tenemos la audiencia asegurada. La fórmula aburre incluso a los coleccionistas de dedales, pero en el caso que les refiero la cosa cambia, milagrosamente. Me divierto a rabiar.

Pensarán que mi interés por el programa se debe a ese conflicto, horrible al parecer, causado por el encontronazo de veinte jóvenes que se enfrentan a una educación similar -no igual, en absoluto idéntica -, a la de 1963. Mas no se trata de eso. Lo cierto es que los rebotes de la muchachada porque no les dejan llevar sus piercing’s ni maquillarse —tanto ellos como ellas—, a causa de la comida que les sirven, los horarios, la obligatoriedad del uniforme, etc., me resultan anodinos. De unos chavales que ponen cara de estupor ante la palabra “batracio”, y preguntan al profesor si es un vocablo español o de por ahí allende nuestras fronteras, cabe esperar que lloren o griten histéricos si les cortan el pelo, les obligan a comer lentejas o les prohíben llevar un aro en la nariz. Todo previsible.
Lo que me fascina de este programa son los padres y las madres que van apareciendo y comentando las vicisitudes de sus hijos en el colegio San Severo. Ellos, sin uniforme ni sujetos a las reglas del programa, son genuinos. Auténticos. Impagables como paradigma del progenitor estragado por su propio desconsuelo, derivado en aparatosa negligencia, ante el hecho irreparable de haber traído un ser humano a este mundo. Son geniales en su ignorancia, grandes en su debilidad, contumaces en el desconcierto con que intentaron educar a sus hijos y, desde luego, hilarantes en las mil argumentaciones, a cual más exótica, con que intentan explicarse cómo es posible que sus retoños sean tan caprichosos, respondones, inestables, impresionables, mal hablados y extremadamente maleducados. Son lo que hay: padres sin criterio que costean e intentan dirigir —de ilusión también se vive—, las vidas de los grandes protagonistas de la niñatocracia española. Son la caña.
“Bastante ha aguantado mi hijo la situación. Si llego a ser yo, le meto una hostia al profesor”, afirma el papá de una de estas criaturas, como resumen de su análisis sobre alguna desavenencia surgida durante la convivencia en el internado. Con padres así, con ese ejemplo y esas drásticas reflexiones, ¿quién se extraña de la violencia escolar y las agresiones a los docentes? Otros progenitores justificaban el que su hijo hubiese abandonado el programa, el primer día, por negarse al corte de pelo. “Sabemos que pierde una gran oportunidad de aprender, una experiencia importante, pero el pelo, para él, es tan importante… es su personalidad… es él mismo”. Vale. Las experiencias pasan y las oportunidades no suelen repetirse en la vida, aunque el pelo vuelve a crecer. Es una lástima que el niño se largara a las primeras de cambio. Esos padres convencidos de que la personalidad de su nene está en el peinado habrían dado mucho juego.
Hay una señora —último ejemplo, prometido—, que me encandila sin remedio. Decir, no dice gran cosa, pero su aspecto resulta maravilloso. Luce unos pendientes como ruedas de tractor, tan grandes que uno es incapaz de fijarse en ningún otro detalle de su apariencia o anatomía cuando aparece esa figura a medio sepultar entre los descomunales aretes. Asevera, bastante conmovida, que su hija siempre ha sido “mú delicá pa la comía”; le parece inhumano que le pongan delante un plato de garbanzos. Lo dice, en serio que lo dice, pero los anillos de Saturno que cuelgan de sus orejas ocultan cada palabra, la convierten en insípida excepción sonora que no altera el estruendo de la performance visual. Pues señora, con esas pintas que usted exhibe, no le extrañe que su hija salga “delicá” para comer y cualquier otra cosa ajena a la contemplación de dos zarcillos —valga el diminutivo—, luciendo intergalácticos en la inmensidad del hogar. ¿Se los quitará para dormir?
En fin, les recomiendo vivamente este programa de Antena 3 —mira, algo en condiciones hacen de vez en cuando—. No se pierdan las desventuras de los padres de los internos en San Severo. Para más risa y rechufla, las películas de Berlanga. A las buenas me refiero, es decir, casi todas las que dirigió hasta el año de El verdugo, que fue 1963.

© La Opinión de Granada

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