¿Es importante la astronomía en nuestra cultura?

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Siempre he sentido una gran inclinación por la temática astronómica. De hecho, el primer libro que tengo conciencia de haber adquirido como propio, con trece años de edad, fue un volumen titulado El Sistema Solar, de la Biblioteca Salvat de Grandes Temas. Y, al menos en mi caso, la astronomía y la cosmología han cumplido siempre una función que podríamos llamar “terapéutica”: en momentos de inestabilidad psicológica y de zozobra personal, volver los ojos hacia las estrellas me ha servido más de una vez como tabla de salvación en medio de este o aquel naufragio o fracaso íntimo.

 Creo que no se trata de una experiencia que me pertenezca en exclusiva: no es sólo que el ser humano siempre se haya sentido fascinado por los misterios del universo, sino que la grandeza del cielo estrellado ha servido también, y ante todo, para orientarlo espiritualmente. El silencio del espacio estelar simboliza, de alguna manera, el enigma del mundo en su dimensión más arcana. De modo que, por su misma esencia, los temas astronómicos poseen la virtualidad de transcenderse a sí mismos y conducirnos hasta los territorios del espíritu y de la metafísica.
 
Algo que, sin duda, es necesario tanto a nivel individual como colectivo. De hecho, el convulso siglo XX podría ser caracterizado como la centuria en la que los hombres dejaron de mirar a las estrellas, cegados como estaban por una serie de ideologías y teorías filosóficas que los encerraban en el más asfixiante horizontalismo. Durante décadas, en efecto, el hombre occidental se emborrachó de psicoanálisis, existencialismo, marxismo, estructuralismo y, después, de la insoportable logorrea post-estructuralista; y, a nivel sociológico, del erotismo más grosero, que, siguiendo la estela de Emmanuelle, anegó Europa en la década de 1970. En esta lamentable situación cultural, ¿qué más necesario que volver de nuevo la mirada hacia las estrellas, en busca de esa realidad intemporal, diríamos que casi eterna, que ofrece al alma una serenidad maravillosa y que tanto contrasta con la locura del mundo?
 
Creo que el éxito mundial de la serie Cosmos, de Carl Sagan, y de Una historia del tiempo, de Stephen Hawking, se puede interpretar en esta clave: respondieron en su día a la necesidad de una civilización que deseaba elevarse por encima del ruido de la política, la economía, los medios de comunicación y los conflictos sociales. Sin embargo, y a pesar de que en nuestras ciudades existen actualmente numerosos planetarios y museos de la ciencia que intentan difundir entre el gran público la cultura astronómica y los temas cosmológicos, todo este conjunto de cuestiones ha quedado relegado hoy, cuando ya estamos casi a las puertas de 2010, a un plano cada vez más secundario. Las asociaciones astronómicas acogen a reducidos grupos de entusiastas que perciben cómo aumenta gradualmente la distancia existente entre ellos y las masas que pululan por los centros comerciales de nuestra época. Y, desde luego, la astronomía no representa una parte importante de la cultura del hombre de nuestra época.
 
Bien es cierto, desde luego, que tampoco forman parte de ella ni la literatura, ni la poesía, ni las lenguas clásicas, ni tantos otros tesoros del espíritu hoy despreciados en la era del fast food cultural. Ahora bien: ¿no es posible que la astronomía y la cosmología interesen cada vez menos al gran público porque somos cada vez más incapaces de integrarla en el mundo de las humanidades y de lo que siempre se ha llamado la “cultura general”? Porque, para que la astronomía consiga ser realmente interesante y culturalmente significativa, para que de verdad aporte algo a la formación espiritual del hombre, no puede reducirse –como sucede hoy– a un conjunto de informaciones científicas sin alma, sin vida y sin relación perceptible con la vida del ser humano. Los medievales nunca tuvieron este problema: para ellos, resultaba evidente el carácter espiritual y moral de su imagen del cosmos. Nosotros, por el contrario, hemos perdido esa sabiduría; y, por ese motivo, tampoco somos capaces de determinar qué debe saber un hombre de nuestra época sobre el universo, ni para qué. Y, sobre todo –y esto es lo más grave–, no sabríamos justificar por qué ese conocimiento podría ser decisivo en su evolución espiritual.
 
Porque veamos: ¿es realmente importante que un alumno de bachillerato aprenda a identificar las constelaciones, a situar la Estrella Polar o a orientarse por las estrellas? ¿Qué debe saber sobre el viento solar y el cinturón de Van Allen? ¿Qué sobre los periodos de rotación de los planetas del Sistema Solar en torno al sol? ¿Qué sobre las sucesivas generaciones de estrellas que han existido en la historia del universo? ¿Qué, incluso, sobre el sol de medianoche y las auroras boreales? ¿Qué sobre la radiación cósmica frente a la cual estamos defendidos por un escudo invisible más allá de la órbita de Plutón? ¿Qué sobre la polémica cosmológica del principio antrópico, que hoy enfrenta a cosmólogos “metafísicos” y “antimetafísicos”? ¿Qué, en fin, respecto a tantas otras cuestiones que, para la mente ávida de sabiduría, resultan del máximo interés?
 
Creo que sólo es posible ofrecer una respuesta acertada a estas cuestiones desde una perspectiva en la que se aúnen la astronomía y la filosofía. Y, si realmente encontráramos esta respuesta, entonces sería posible que, por ejemplo, las facultades de Filosofía introdujesen en su plan de estudios la asignatura de Cosmología, o que los temas astronómicos ocupasen un lugar más relevante dentro del bachillerato –cosas ambas que considero completamente deseables. Y es más: es que, encontrada tal respuesta, la astronomía volvería a reintroducirse en la cultura popular de nuestra sociedad, de modo que, por ejemplo, fuera natural que los padres enseñasen a sus hijos los nombres de las constelaciones; y, además, supiesen explicarles por qué esas constelaciones transmiten un profundo mensaje espiritual.
 
Hoy en día el hombre occidental no sabe explicar tales cosas a sus hijos: no sabe explicarles qué mitos ni qué sabiduría se esconden en el mundo de las estrellas. Por eso la astronomía no consigue interesar realmente al gran público, que sólo le dedica algo de atención con ocasión de algún gran eclipse. Y por eso, en fin, nuestra cultura se encuentra en un estado comatoso: porque hemos olvidado –¡catástrofe suprema!–, tanto respecto al mundo estelar como en otros muchos campos, el significado más profundo de las cosas.

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