La alcaldesa de Jerez, donde se celebraba la ceremonia —civil, por supuesto—, se marcó un discurso de cuarto de hora sobre el amor, rematado con la lectura de un poema de Benedetti: “Yo no te pido que me bajes una estrella azul…”, etcétera. No sé por qué los actuarios en este tipo de solemnidades se empeñan en aleccionar a los contrayentes sobre qué cosa sea el amor, cuando debería suceder al revés, si es que la experiencia tangible y palpable sirve para algo.
Lo demás…, como todas las bodas. La única diferencia estuvo en que en vez de un novio risueño y medio achispado repartiendo puros entre los invitados, y una novia con los pies destrozados, deseando marcharse al hotel, había dos vigorosos novios, cada cual atacando desde una esquina del salón de banquetes. Todo conforme a los cánones: los entremeses estupendos, el cóctel de marisco buenísimo, el solomillo bien hecho y el gracioso borracho tocapelotas de turno, a lo suyo: regó a toda la mesa con vino espumoso, como si en vez de una boda estuviésemos celebrando que su pastelera madre había ganado el gran premio de San Marino de Fórmula Uno.
Luego llegó el baile, y mis niveles de misantropía alcanzaron valores de preocupar. Carrozas y adolescentes, hermanados en el jolgorio, danzaban con la pechera exudándoles alegría y cava; miles de kilos de señoras sobre tacones finos —que les hacían las pantorrillas gordas—, intentaban marcarse el pasito “p’alante”, pasito “p’atrás”. Fue una eclosión de muchedumbres con perifollos, empeñados todos en ser felices a base de su poquito de alcohol, su poquita de música verbenera y su muchísima falta de sentido del ridículo, y esto último lo digo sin mala intención, que conste. Cuando dentro de unas días se vean en el vídeo de la boda, todos y todas, unánimemente, exclamarán entre risas abochornadas: “¡Qué horror, vaya pinta que llevaba! Claro…, después de la cena…, con las copas”. Pues no se cuezan ustedes, señoras mías, caballeros, que no es obligatorio, vamos, que los novios van a ser igual de felices, o desgraciados, sin acordarse en absoluto de la resaca que al día siguiente les castigaba a ustedes el exceso.
De vuelta la hotel, casi de amanecida, tanto a mi prójima como a mí mismo nos zumbaba la cabeza. Demasiado cercano el estrépito. Nos echamos a dormir hasta pasado mediodía. Y nos cayó multa de la ORA, como estaba previsto.
Para tranquilizar un poco los ánimos, desplazamiento al Puerto de Santa María. El menú no varió demasiado respecto a otras ocasiones: un glorioso, inmejorable arroz a la marinera. Y después un helado. Y un espontáneo apremio: “Al hotel de nuevo, no hay tiempo que perder…, la siesta espera”.
Me gusta el eufemismo de “la siesta” cuando hay ganas de todo menos de, precisamente, dormir la siesta. Lejos el vociferio de los entusiastas invitados, el estruendo de las musiquillas horteras, bien lejos los novios, supongo —de viaje nupcial en Tailandia—, al final quedamos los cabales: ella y yo. Fue tanto o más glorioso que el arroz a la marinera.
Conclusión. Que las bodas gays, hetero o metrosexuales, bautizos por la Iglesia o por lo civil, primeras comuniones y otras algarabías colectivas, no son prólogo adecuado para el amor, ni siquiera para el sexo. Mil veces se lo tengo dicho a mis hijos, los cuales, como es natural, no me hacen ni caso: “A quien conozcas en un bodorrio, un after o en medio del botellón, de madrugada, mejor ponle cuarentena, que del ruido nunca salió nada bueno”. Mejor un poco de silencio que se deje surcar por los susurros del deseo, no los gritos de la euforia. Para estos festejos en lo íntimo, donde se celebra únicamente la pasión por la propia vida compartida, más de dos no es que sean multitud: son un perverso antídoto.
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