Alcohol, droga, estupidez... y vacío existencial
Mucho se ha escrito durante los últimos diez días sobre la “batalla campal” acaecida recientemente en Pozuelo de Alarcón, un pueblo de los alrededores de Madrid. Casi todos los comentaristas parecen de acuerdo en que estos gravísimos altercados entre jóvenes borrachos (y/o drogados) que se pusieron a atacar a la policía y a destrozar el mobiliario urbano no se limitan a un lugar y circunstancias concretos, sino que son síntoma de un cierto estado de cosas en el plano social y cultural. Ahora bien: yendo a la letra pequeña del asunto, ¿qué nos revela en realidad lo que ha sucedido en Pozuelo?
En primer lugar, me parece que la batalla de Pozuelo constituye la consecuencia casi inevitable de una evolución psico-social que se ha ido produciendo en nuestro país durante los últimos años. Primero está el fenómeno del “botellón”, característico de España y que ha alcanzado en tierras hispánicas cotas desconocidas en otros países: y las ha alcanzado debido a que, desde hace al menos un par de décadas, se viene desarrollando entre nosotros, y en muy diversos ámbitos de la vida social, cultural e incluso política, un grado de permisividad sin parangón en la historia. La idea de autoridad, considerada “franquista”, ha quedado sustituida por el principio de aquí vale todo: no es casualidad, por ejemplo, que los delincuentes de los países del Este declaren abiertamente que, de toda Europa occidental, España es el mejor país para trabajar. ¿Por qué? Porque las leyes son más blandas y, sobre todo, porque con frecuencia existe una voluntad muy débil de aplicar realmente la ley. Esta creciente ausencia de autoridad está en la base de lo que ha ocurrido en Pozuelo: en la sociedad de los hijos tiranos —maltratadores de sus propios padres: los casos se multiplican— y de las patadas a profesores grabadas con el móvil y colgadas inmediatamente en Internet, no es raro que ocurran los incidentes de Pozuelo; en la sociedad de la Ley del Menor —que establece una impunidad inaudita y que tantas críticas ha suscitado—, en la sociedad también de una policía desmoralizada a la que ya no se teme, es comprensible que una manada de bárbaros, que hemos criado a nuestros propios pechos, decida que una noche de fiesta sólo se acaba cuando lo decidan ellos.
Ahora bien: creo que, a propósito de los disturbios de Pozuelo de Alarcón, cabe también un segundo tipo de consideraciones, relativas no sólo al ocio juvenil nocturno, sino al estado general de nuestra cultura. Desde hace ya bastantes años, diversos ayuntamientos de España han venido intentando desarrollar iniciativas que sirvan de alternativa al botellón, con resultados muy pobres: básicamente, se abre un pabellón municipal el sábado por la noche y se organizan talleres de actividades que —se piensa— podrían atraer a la juventud. La idea en sí no es mala, pero está claro que no constituye la solución del problema. No basta con proponer talleres de graffiti y partidas de tenis de mesa para atajar el problema del botellón. Porque el quid de la cuestión reside en que, en una sociedad que ya no sabe ofrecer a los jóvenes una visión auténtica y sugestiva del mundo, y donde el aburrimiento —ese fantasma omnipresente— acecha por doquier a los adolescentes, y no sólo a ellos, resulta casi natural que el alcohol, las drogas, la velocidad, el sexo descontrolado y la violencia se conviertan en una opción atractiva para devolver a la existencia algo de su encanto. Cuando la belleza y el misterio han desaparecido de la vida, el desmadre y el desfase se postulan como sucedáneos que ejercen una poderosa fascinación.
Con frecuencia se olvida que la violencia representa siempre la otra cara del orden. En una sociedad sana, existe una gran cantidad de orden; y en ese orden se incluye, entre otros muchos elementos, la suficiente dosis de violencia ritualizada y encauzada dentro de unos moldes culturales establecidos por la comunidad. Ahora bien, lo que sucede hoy en la sociedad occidental, y particularmente en España, es que nos hemos cargado un gran número de elementos culturales creadores de orden —ese concepto “fascista”—, y que, además, hemos eliminado las antiguas formas de violencia cultural (pensemos, por ejemplo, en la censura que hoy en día, y en nombre de lo políticamente correcto, pesa sobre el boxeo o sobre los juguetes bélicos). De modo que la juventud se encuentra en un estado de anomia total, dentro de una sociedad que les presenta el aspecto de un páramo inhóspito y vacío que no les ofrece aventura, verdad ni misterio; que no les propone caminos de búsqueda espiritual, ni ideales de belleza, ni rutas sugestivas para explorar el misterio del mundo. ¿Cómo extrañarse entonces de que los jóvenes se sientan atraídos por una versión local de la kale borroka vasca o de los desmanes que los antisistema cometen periódicamente en Barcelona? ¿Acaso existe algo más euforizante que una buena batalla campal?
El problema planteado por la batalla de Pozuelo no se arregla con más policía, y tampoco —por supuesto— con más Educación para la Ciudadanía. Sólo se puede arreglar rebelándonos contra esta Matrix absurda que hoy nos aprisiona, redescubriendo el misterio inefable del mundo y, a partir de ahí, creando las bases para un nuevo tipo de cultura y de sociedad.