Lo intolerable

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La concejal de Cultura, Patrimonio y Política Lingüística del ayuntamiento de Palma de Mallorca, doña Nanda Ramón, ha declarado en próximo pasado: “Resulta intolerable que después de treinta años aún queden en nuestras calles nombres en castellano”. No sabemos a qué hito concreto de la historia reciente de España y/o las Baleares se refieren esos treinta años, pero es lo de menos. Lo importante es que la señora concejal ha señalado con no poca contundencia una cuestión que parecía necesario aclarar definitivamente: en una sociedad democrática, más bien en cualquier sociedad, así como en la vida de los individuos y en nuestras relaciones con “el otro”, hay cosas que son intolerables y como tales deben quedar evidenciadas.

La tolerancia es un valor, creo yo, sobredimensionado. Y sobrevalorado. En el Diccionario de la Lengua —con perdón por usar la castellana, es la única en la que más o menos sé escribir—, la tolerancia viene definida como el “respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”. De tal manera, la persona tolerante siempre se sitúa en una posición de superioridad moral, o ideológica, condescendiendo con el arbitrio o hechos de los demás aunque de suyo se conoce que tales actitudes son erróneas. Es una especie de “te perdono porque soy demócrata, que si no, ya te ibas tú a enterar”. El “tolerado” ejerce porque el tolerante lo permite, no porque prevalezca la presunción de que su causa puede ser tan legítima, acertada y justa como la de de quien se sacia a sí mismo de civismo mediante la practica esta virtud.

Tampoco la tolerancia es un recurso democrático incuestionable. Todos tenemos muy claro, casi tanto como la concejal de Palma, que hay situaciones, actos y credos por completo intolerables. Valgan los ejemplos del terrorismo, la violencia racista o sexista, la explotación de los menores en cualquiera de sus repulsivas variedades… y pongan el etcétera tan largo como apetezcan. En realidad, la tolerancia no es más que la extensión hacia lo público de un atributo privado: la paciencia para con el prójimo y sus defectos. Sucede casi siempre que cuando se otorga rango de cualidad colectiva a una índole particular, ésta se desvirtúa. Se relativiza. La razón parece obvia: lo que podemos admitir en el ámbito de lo privado, aunque sea a regañadientes, suele contradecirse con el interés público. De tal forma, y por mencionar un símil bastante extremo, uno puede sentir compasión, cierta genética solidaridad humana, con el joven alienado y desnortado que se adhiere a una banda de sicarios homicidas. Mas resulta bastante imposible solicitar la misma comprensión, sentimientos de benevolencia, para tal sujeto en el caso de que sea preso y puesto a disposición de los tribunales. Dura lex sed lex, afirma el brocardo, y dice bien. Todo sistema legal tiene la necesidad intrínseca de guardar y hacer guardar las reglas establecidas de manera válida, so pena de desmoronarse por su inobservancia en razón de elementos subjetivos. Ya tenemos, en consecuencia, una institución democrática que no es y no puede ser en absoluto “tolerante”: el Poder Judicial. O así debería ser.


Lo cierto es que muy pocas instituciones pueden permitirse el lujo de ser tolerantes. Los representantes de dichas instituciones, ya es otro cantar. Depende de los mimbres con que esté hecho cada uno. Los hay como don Gregorio Peces Barba, pacienzudo hasta la semisantidad; y los hay como la concejal de Palma de Mallorca, acérrima intolerante respecto al castellano. Para ella, todas las calles deben estar rotuladas en “catalán estándar”. Qué cosa sea el “catalán estándar” también parece un misterio, máxime cuando se reivindica en una comunidad donde predomina la lengua vernácula mallorquina, con su gramática, sus normas lingüísticas y su tradición literaria. Esta confusión, traída a escena por una concejal de cultura, corre seria amenaza de desvincularse de lo tolerable para caer en lo que sus propias palabras configuran: lo inadmisible. Pero en fin, tan acostumbrados estamos a las majaderías estándar de los nacionalistas estándar que no vamos a llevarnos las manos a la cabeza. Todo quede en casa, como si imperase el ámbito de lo privado. Paciencia.
 
© La Opinión de Granada

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