¿Tenemos demasiadas carreras universitarias?

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Uno de los colectivos que más activamente se han movilizado en los últimos tiempos contra el Plan Bolonia ha sido el de los estudiantes universitarios de Historia del Arte. En efecto, según la racionalización establecida por este Plan, habría carreras que, en aras del realismo económico y de una más eficiente asignación de los recursos, deberían desaparecer, o al menos fusionarse con otras.

El anterior principio ha sido acusado de craso economicismo y de perseguir, en la práctica, un destierro de las Humanidades. Indignados, los estudiantes de Historia del Arte denuncian esta barbarie y aducen, en defensa de su carrera, la necesidad de salvaguardar el mundo de la cultura. Ahora bien: ¿acaso tiene algún sentido, incluso desde el punto de vista de la propia cultura humanística, que exista una carrera universitaria de Historia del Arte?
 
En otras épocas, menos ignorantes que la nuestra, se comprendía sin dificultad que una carrera universitaria como Historia del Arte, sencillamente, no debía existir. Ciertamente, tanto en el campo de las Letras como en el de las Ciencias, la tendencia general durante las últimas décadas ha sido la de una proliferación descontrolada de las titulaciones, la de una atomización paroxística: de modo que cada campo diferenciado del saber aspiraba a constituirse en carrera independiente, con status propio, con frecuencia bajo la ambición y el impulso interesado de activas camarillas docentes. En España, el resultado ha sido el que conocemos: una multiplicación absurda de las carreras, contraproducente tanto para los alumnos como para la propia esencia de la Universidad. Un fenómeno que, por otra parte, se encuentra en sintonía con la tendencia posmoderna a la fragmentación y a todo tipo de dinámicas centrífugas.
 
Se trata, por otra parte, de unas dinámicas que se manifiestan también en otro tipo de efectos. Así, vemos cómo crece vertiginosamente el número de asignaturas optativas –tanto en la Universidad como incluso en la enseñanza secundaria-, dando lugar a una jungla cada vez más inextricable en la que cada alumno se diseña su propio itinerario, un menú a la carta confeccionado con frecuencia mediante el criterio del menor esfuerzo posible. Y, así, las asignaturas troncales se resienten, la cultura general se debilita, los estudios estructurales y básicos quedan cada vez más desiertos. De modo que se da pábulo al fenómeno que, entre nosotros, lleva décadas denunciando Francisco Rodríguez Adrados: hasta la década de 1970, tuvimos una gran carrera generalista de Humanidades, que era Filosofía y Letras, con las secciones de Filosofía, Historia, Filología etc.; luego, vino la Gran Explosión, que produjo un archipiélago universitario con una miríada incontable de titulaciones que rayaban en el absurdo. Y ello tanto en el campo de las Letras como en el de las Ciencias.
 
Consecuencias: una superespecialización en la que los alumnos saben cada vez más de cada vez menos cosas, y debido a la cual, al final, y como se dice, “el que sólo sabe de lo suyo ni siquiera sabe de lo suyo”; dicho de otro modo: la barbarie. Pues, lógicamente, aplicando esta lógica se pierde la visión general de conjunto. La cultura se convierte entonces en un reino de taifas prácticamente inconexas. El que se ha especializado en Química –corrijo: en alguna rama de la Química- no sabe mucho de Física, ni tampoco de Química general. El antropólogo –corrijo de nuevo: el especialista en alguna rama de la Antropología- poco sabe de Antropología filosófica, ni, en general, de Filosofía. El cardiólogo no sabe mucho del aparato digestivo, y al estomatólogo no le suena apenas el tema del corazón. El odontólogo no tiene demasiada idea de Nutrición y Digestión. Contra lo que se cree –y hablo aquí por experiencia directa-, la gran mayoría de los pediatras saben poca cosa sobre lactancia materna. El geólogo poco sabe de Biología, y el biólogo poco sabe de Geología. El licenciado en Filosofía normalmente no sabe casi nada de latín. E incluso tampoco sabe mucho latín el que se ha especializado en griego, y viceversa. Y en fin: ¿cuánto sabe hoy un licenciado en Filología clásica de Filosofía griega?
 
Ciertamente, se nos puede objetar que el crecimiento exponencial del conocimiento exige hoy en día una especialización cada vez más específica de los estudios. Sin embargo, ese mismo crecimiento exponencial puede servir de base para el argumento contrario: precisamente porque el conocimiento experimenta hoy en día una tremenda explosión dispersiva, debemos reforzar la cultura generalista de las nuevas generaciones de estudiantes, si no queremos que pierdan de vista la unidad orgánica del mundo del saber. Si no queremos, en definitiva, crear un mundo cada vez más bárbaro, en el que los expertos y los técnicos, probadamente miopes en cuanto a visión global y panorámica del universo humano, sigan tomando decisiones racionalizadoras que nos aboquen sin remedio al abismo de una sociedad estúpida y deshumanizada.
 
Finalmente, y según todo lo anterior, una propuesta concreta para el futuro, si es que queremos que el futuro sea lo que debería ser: reducir drásticamente el número de carreras y de asignaturas universitarias, así como de asignaturas en Secundaria y Bachillerato. Primar la cultura general y la visión global e interdisciplinaria. Establecer una gran carrera generalista de Humanidades, análoga a la antigua de Filosofía y Letras, con dos años de estudios comunes y tres de especialidad. Instaurar también tres o cuatro grandes carreras generalistas de Ciencias (Física, Medicina, Ingeniería), también con las lógicas secciones y sub-secciones en los años de especialidad. Y, en fin, promover a todos los niveles la integración de los saberes de Ciencias y de Letras en una unidad orgánica común. Por ejemplo, que todo estudiante universitario de Ciencias tenga un buen conocimiento de Historia de las Ciencias, lo cual exige, lógicamente, insertar ese campo en una Historia General de las Ideas. Y viceversa: que todo estudiante de Letras y Humanidades, dentro de su imprescindible conocimiento de Historia de las Ideas, reciba, como una parte importante de ésta, una formación rigurosa en Historia de las Ciencias.
 
Integrar Ciencias y Letras en un saber común, en un tronco unificante… Hermosa aspiración. Aunque -¡ay!- ponerla en práctica nos descubre dolorosamente nuestra máxima carencia: que hemos perdido el Santo Grial del conocimiento, la Piedra Filosofal del saber que permite intercomunicar las disciplinas, referirlas a un centro común que las articula y las dota de un sentido unitario. Somos hoy peritos en la periferia, en la superespecialización de la circunferencia, pero ignorantes analfabetos en cuanto al núcleo central, al eje que permite vertebrar los saberes e impedir que se conviertan en ínsulas incomunicadas. Pero, ¿es posible aún reencontrar esa misteriosa clave integradora? Los pragmáticos posmodernos opinan que no, e incluso que es mejor no buscar tal clave (“la dispersión nos libera…”). Nosotros, los que aún creemos en el espíritu, pensamos lo contrario.

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