Por si las moscas, ZP (en la imagen) ya se la ha puesto. Y, sin embargo, a lo mejor...

¿Terminaremos todos con chilaba?

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Cuando paseo por algunas calles del centro de Cartagena (la Serreta, San Diego), cuyo porcentaje de población musulmana es muy alto, no resulta raro que me cruce con algún magrebí que, procedente de Marruecos o Argelia, ha decidido pasar de adaptaciones e integraciones culturales y vestir entre nosotros el típico atuendo musulmán: chilaba o túnica talar, casi hasta los pies, con el complemento imprescindible de un rostro frondosamente barbudo. Ya sabemos que la simple barba islámica —y no digamos ya si viene acompañada de chilaba— produce en los aeropuertos occidentales una desconfianza considerable entre el personal de seguridad, y unas sospechas fenomenales entre el pasaje. Pero ¿qué pasa si ese musulmán que parece venir directamente del Marruecos profundo se cruza contigo en una acera?

En principio, no tendría por qué pasar nada: en uso de su libertad, y en una cultura —la occidental— que no prescribe ningún código indumentario concreto y que, al respecto, promueve la típica ausencia de normas propia del individualismo, podríamos considerar que ese señor con el que nos topamos, simplemente va vestido como le da la gana, a lo cual tiene perfecto derecho. Y, sin embargo, todos sabemos que las cosas no son exactamente así: aunque entre nosotros no impere una normativa estricta en materia de trajes y vestidos, existen ciertas reglas tácitas que la sociedad occidental respeta casi sin darse cuenta. Y dentro de esas reglas no tienen cabida ni el hijab (ocultamiento de las formas corporales femeninas en público, velo o pañuelo incluido) ni la chilaba masculina, que los occidentales percibimos hoy como algo extraño a nosotros.
 
Todo esto lo sabe perfectamente el inmigrante magrebí que, venido a Cartagena o a cualquier otra ciudad española, decide seguir con la chilaba típica de su tierra: sabe que, adoptando ese atuendo, va a ser considerado como un cuerpo particularmente extraño dentro del espacio público —calles, plazas, tiendas, oficinas de la Administración— del país al que ha venido. Y, sin embargo, decide no hacer ni ese mínimo esfuerzo de integración consistente en ir vestido según el principio básico que rige aquí para el sexo masculino (división en dos piezas: pantalón y camisa o jersey). Bien es cierto que el simple hecho de llevar tales dos piezas tampoco lo “integra” ipso facto y como por arte de magia; pero todos sabemos que, con la chilaba, efectúa una declaración de principios que viene a decir: “No quiero integrarme, ni eso me preocupa. Voy a ir vestido como se va en mi tierra y en mi cultura. Y a quien no le guste, pues que no mire y todo arreglado”.
 
Creo que, en esta actitud del musulmán que va con chilaba y tremenda barba entre nosotros, existe una clara componente de desafío y casi de provocación. Es como si se dijera: “Desprecio tanto vuestra cultura que, aunque me he venido como inmigrante, voy a vivir básicamente en el microcosmos magrebí de mi barrio, y allí pienso vestirme como si aún estuviera en un barrio popular de Marrakech”. A mucha gente española de izquierdas, encantada con la idea de que la sociedad occidental experimente, en ciertos aspectos, una cierta “magrebización”, ver a musulmanes con chilaba por nuestras calles les puede parecer como un saludable signo de multiculturalismo y mestizaje; pero, entre la mayoría de la población, creo que el sentimiento más extendido es la desconfianza y el rechazo: pues la chilaba es entendida, de algún modo, como un signo de “futura reconquista” por la vía mecánica de la demografía. Pues, en efecto, no pocos occidentales temen que Europa se convierta dentro de veinte o treinta años en una especie de “Europistán”. Y los barbudos de chilaba canónica representarían el anticipo premonitorio de esa venidera situación.
 
Personalmente, creo exagerados tales vaticinios. Y, aunque siento cierto recelo ante las chilabas musulmanas que se me cruzan por Cartagena y, en principio, las desapruebo, por otro lado me parece que Occidente haría bien en recuperar una variedad indumentaria hoy perdida, y parte importante de la cual sería, precisamente, la vestidura talar: la que cubre todo el cuerpo, de una pieza, desde la cabeza hasta los pies. Se trataría de restablecer la idea medieval de que el vestido talar simboliza la unidad ontológica del ser no escindido, muy distinto del individuo fragmentario (“productor” y “consumidor”, pero cada vez menos auténtica “persona”) típico de la modernidad y del Occidente burgués y tecnocrático. No en vano algunos teóricos del sufismo, com Idries Shah, han hablado de que la chilaba magrebí está relacionada con la metafísica y la antropología del Islam, mientras que el traje de dos piezas occidental deriva del racionalismo individualista, que ha perdido la perspectiva del ser humano como una realidad unitaria, enfocada hacia el mundo de lo divino. De hecho, resulta significativo que hoy en día, entre nosotros, la vestidura talar sólo se manifieste dentro del ámbito de la liturgia cristiana, como atuendo que luce prescriptivamente el sacerdote durante la misa; y, en el universo iconológico contemporáneo, se encuentra asociada con el Papado, el colegio cardenalicio y el episcopado en sus apariciones públicas.
 
Y, sin embargo, creo que circunscribir la vestidura talar al ámbito estricto del cristianismo y sus manifestaciones litúrgicas resulta culturalmente empobrecedor. Por su misma esencia, este atuendo provoca en el espectador un sentimiento de misterio, y produce también cierta “sintonización metafísica” en quien lo luce: recuérdese, por ejemplo, las túnicas de los nazarenos en las procesiones de Semana Santa. Y también la tradicional bata blanca de los médicos, que produce en el paciente —o producía, que hoy todo degenera— un sentimiento de respeto casi reverencial. Lo mismo puede decirse de la bata del profesor de Ciencias Naturales o Química en los institutos de bachillerato, hoy en desuso. Cuando el enésimo adivino de turno —Rappel entre nosotros— o alguien como Claude Vorillon, líder de la secta de los raelianos, utilizan escenográficamente una parafernalia que incluye la túnica del mago, están valiéndose de un elemento cultural que el Occidente racionalista hace décadas que decidió desterrar al desván donde guardamos, polvorientos, los cachivaches anacrónicos y demás trastos hoy considerados inútiles.
 
Quién sabe: quizá, como sugiero, deberíamos recuperar culturalmente la vestimenta talar para empezar a “reencantar el mundo” (¿alguien se imagina al Gandalf de Tolkien con camisa y pantalón?). Igual es ése el mensaje cifrado que me envían las chilabas con las que me encuentro en el centro de Cartagena. Con cuyos portadores, por cierto, no me importaría mantener una entrevista para preguntarles, por ejemplo, lo que piensan de Al Qaeda y del “retorno del califato”. Aunque claro: si no se han preocupado de vestirse más o menos como nosotros, ¿lo habrán hecho de aprender el español?

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