Esta mañana, en clase de Historia de la Filosofía con 2.º de Bachillerato, he terminado de explicar la filosofía de Kant. Esta vez me ha resultado menos fatigosa de exponer que otros cursos: en el espacio de dos semanas hemos pasado, con una comodidad relativa, por las formas a priori de la sensibilidad, el fenómeno, el noúmeno, la ética formal y todos aquellos conceptos que el lector tal vez recuerde vagamente de sus años juveniles.
La cita clave será dentro de un par de meses, en Selectividad. A lo mejor les sale Kant y mis alumnos pueden amortizar las horas que han pasado estudiando un tema con fama de tan árido. Después, todos sabemos lo que sucederá: la ritual quema de apuntes y la liberación del botellón. Y el pobre Kant no conseguirá librarse de la pira justiciera; más bien, tal vez ocupe en ella un lugar de excepción. En cuanto a su filosofía misma, ¿acaso alguien espera que permanezca, como un contenido duradero, en sus memorias? Ni el Ministerio, ni los propios profesores de Filosofía, ni la sociedad en general, ni nadie en absoluto, esperan tal cosa. Todos sabemos que Kant pasará a formar parte de la neblina borrosa de nuestra memoria. Transcurridos algunos años, mis alumnos recordarán, sí –como yo mismo en mi época de estudiante–, que un día ya lejano tuvieron que estudiar a Kant. El caprichoso azar de las conexiones neuronales hará que tal vez conserven cierta noción residual de alguna de sus ideas, o de alguna anécdota del tema (lo de los habitantes de Königsberg poniendo en hora sus relojes al paso del exactísimo profesor es, hoy como siempre, el candidato número uno). Ahora bien: lo que es la filosofía de Kant en sí misma, eso al día siguiente de Selectividad se habrá hundido en el olvido más absoluto.
Nada raro, en realidad: pues, como digo, la sociedad adulta que hace que los alumnos sigan estudiando a Kant no saben realmente qué valor aporta esa materia filosófica mejor que los millones de otros temas que teóricamente podrían entrar en los planes de estudios (¿qué tal el cine de Hitchcock o las costumbres nupciales en las distintas culturas?). Y como nadie sabe muy bien para qué se sigue estudiando a Kant, ni qué enseñanza útil proporciona su doctrina (aparte de la antipática gimnasia mental que supone estudiarla, que al fin y al cabo para algo servirá), pues bueno, tampoco parece tan dramático lo que, según hemos dicho, todos sabemos que sucede: nada más vomitar el tema en Selectividad, Kant desaparecerá de las mentes juveniles de los alumnos como barco que, soltadas las amarras, se abisma en las profundidades de una noche eterna.
Y, sin embargo, realmente sí que estamos ante un hecho dramático. El problema no es tanto Kant en sí como la desorientación general de nuestra época respecto al significado y finalidad de las cosas. ¿En qué tipo de mundo vivimos si ya nadie sabe qué tópos o contenido cultural arquetípico se quiere transmitir a los alumnos con algo que se les hace estudiar? En un mundo más lógico y sano que el nuestro debería existir una idea que, sintetizable en seis o siete líneas, perteneciese al acervo cultural de un occidental medio (incluido el padre cuyo hijo estudia a Kant en el instituto) bajo la rúbrica típica titulada, por ejemplo, “la sabiduría del viejo Kant” o “la mística moral de Kant”. Y tal contenido, junto con muchos otros de significado claro y socialmente compartido (por ejemplo, “el imperio austro-húngaro”, o “el Aleph de Borges”), podría ser utilizado como resorte para el pensamiento o para la discusión filosófica, casi como ese saber intemporal que se encierra en los refranes, adagios y demás tipo de dichos. ¿Acaso no ha pasado a la cultura popular el “Sólo sé que no sé nada” atribuido a Sócrates, o “El fin justifica los medios” de Maquiavelo, o el superhombre nietzscheano? Pues tendríamos que aspirar a llevar estos balbuceos a su máxima expresión, de modo que todos los desvaídos retazos culturales que hoy incluimos en el caótico rompecabezas de nuestra “cultura general” –en realidad, una secreta barbarie– volvieran a tener un significado preciso.
Mientras no sepamos qué queremos que signifique la filosofía de Kant, ni para qué queremos que sirva el estudiarla, tampoco sabremos otras muchas cosas. Permaneceremos, así, en ese limbo en el que hoy nos movemos, ignorantes del sentido global de la realidad que nos rodea. Una ignorancia que, por cierto, es la causa profunda de muchos de nuestros problemas.