¿Podemos utilizar el cine de otra manera?

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Hace unas fechas, en la Biblioteca Municipal de Cartagena, me llamó la atención un grupo de tres chicas que cuchicheaban ante los estantes de DVD’s cinematográficos que actualmente ofrecen a sus socios casi todas las bibliotecas públicas. Tenían unos catorce o quince años y aspecto en cierto modo bohemio y alternativo. Y, si interpreté bien sus comentarios, se trataba de tres amigas muy aficionadas a ver películas y que tenían la costumbre de quedar con frecuencia en casa de alguna de ellas para ponerse una película y luego hablar sobre la misma. 

Imaginemos que ven juntas una película a la semana, por ejemplo los viernes por la tarde, y dos o tres en periodos vacacionales: Esto da, más o menos, para unas setenta u ochenta películas al año, a lo que tenemos que añadir las que cada una de estas chicas ve por su cuenta, yendo al cine o en televisión. Supongamos, además, que, orientadas por alguien o guiándose por algún libro, eligen películas clásicas y de una calidad reconocida, y que suelen hacer un pequeño cinefórum tras cada film. E imaginemos, finalmente, que leen con regularidad alguna revista de cine, y que dentro de unos años empiezan a comprar libros de cine y a interesarse por los aspectos técnicos y más especializados del arte cinematográfico. Resulta evidente que este estrecho contacto con el universo del cine va a influir significativamente en sus vidas, y que va a contribuir de una manera decisiva en la formación de su sensibilidad humana y cultural.
 
Pues bien: creo que estas tres chicas que vi en la biblioteca de Cartagena han descubierto, sin saberlo, una forma de vida que podría beneficiar enormemente a nuestra sociedad y que podríamos llamar “comunidad cinematográfica”. Al hablar de la pasión por el cine, uno piensa de inmediato en Cinema paradiso, en el joven François Truffaut, en Woody Allen visionando una y otra vez las películas de Bergman. Sin embargo, también nos viene a la mente la impresión –compartida por muchos– de que, durante los últimos tiempos, el cine parece haber entrado en un claro proceso de decadencia. No es sólo que las salas de cine estén cada día más desiertas, víctimas del pirateo de cintas por Internet; no es sólo tampoco que ahora pongan sus esperanzas en las películas en 3D, como si ir al cine tuviera que convertirse en una mera experiencia sensorial como única forma para seguir atrayendo espectadores. Es que, más allá de todo esto, la relevancia social del cine para el hombre medio occidental parece disminuir sin descanso, a la vez que se incrementa la de formas de entretenimiento más elementales, como los videojuegos. Ciertamente, el cine sigue siendo importante para significativas minorías, que asisten a las salas con regularidad, tienen en casa nutridas videotecas y participan en los foros cinematográficos de Internet. Y, sin embargo, tengo la impresión de que, para el grueso de la población occidental contemporánea, el cine –sobre todo el cine clásico– es cada vez menos importante y hace tiempo que dejó de representar una escuela de vida.
 
Por supuesto, no tenemos de qué extrañarnos: si existe un consenso generalizado en que todos los aspectos de la cultura occidental atraviesan hoy una tremenda crisis, ¿por qué el cine iba a constituir una excepción? Se sigue produciendo y viendo mucho cine, sí; pero también existe mucho cine de enorme calidad que se ve cada vez menos, igual que se lee cada vez menos los clásicos de la Literatura. El cine, como la novela, tiende hoy a enfilar el sendero del simple espectáculo y a caer en la espiral diabólica del consumo: pues, en efecto, se consume hoy cine como se consume cultura en general.
 
Bien miradas las cosas, estamos dejando que se cometa un enorme despilfarro. Vamos a la sección de películas del FNAC o de El Corte Inglés y uno se asombra ante la enorme cantidad de films interesantes que allí se ofrecen, como un formidable material cultural, al potencial comprador. Sin embargo, luego permitimos que la esencia caotizante de nuestra cultura –la dispersión, siempre la maldita dispersión– impida proporcionar una forma concreta a la aventura de adentrarse en el universo cinematográfico. Y es ahí donde, según decía más arriba, esas tres adolescentes de la biblioteca vienen a proporcionarnos una preciosa pista en cuanto a lo que debemos hacer. Pues, en efecto, ellas, sin proponérselo, han constituido una especie de pequeña comunidad cinematográfica. Una película el viernes por la tarde, durante varios años. Cientos de conversaciones sobre los films que se ha visto, cientos de situaciones y de personajes comentados. Relaciones humanas, cuestiones existenciales, dilemas morales, épocas históricas. Escenas, ambientes, estilos visuales. Todo un mundo de senderos para el pensamiento al alcance de nuestra mano. Pequeñas comunidades en torno a una actividad cultural definida, como puede ser el que se vea una película y se discuta sobre ella cada viernes por la tarde. He ahí, en gran parte, la clave para transformar nuestro futuro.
 
Si nuestra sociedad recuperase esa imaginación que, desde un utopismo ingenuo pero no exento de valor, reivindicaban los jóvenes del 68, se daría cuenta de que el mundo del cine le ofrece la posibilidad de crear un potentísimo cauce de actividades culturales comunitarias, una forma estructurante de la vida individual y colectiva que aquí estoy llamando “comunidad cinematográfica”. Ciertamente, tales comunidades han existido y siguen existiendo, en los tradicionales cineclubs y en torno a las filmotecas que se han abierto en muchas de nuestras ciudades. Y, sin embargo, estoy pensando en otra cosa: en crear, como institución socialmente reconocida y con status propio, la “comunidad cinematográfica”.
 
Pongámonos en el año 2020, cuando, tras una crisis económica tremebunda y unas convulsiones sociales y políticas sin precedentes, la sociedad occidental al fin ha logrado salir de su actual marasmo y recuperar su antigua veneración por el mundo del espíritu. Entonces, entre otros muchos cambios sociales y culturales que están teniendo lugar, se produce el de institucionalizar socialmente las comunidades cinematográficas o “comunidades de amigos del cine”. Cuando varios chicos de quince años, tal vez asesorados por un profesor suyo del instituto, deciden entonces constituir una de tales comunidades, saben que tienen ante sí un largo camino, bien definido y estructurado. Ese camino está dividido en una serie de etapas: grado elemental, grado medio, grado superior, con sus correspondientes subdivisiones. En cada fase, la guía oficial de los Amigos del Cine establece una serie de películas que prescriptivamente hay que ver, aparte de las que de manera libre quiera añadir cada uno; y, además, se ofrecen valiosas indicaciones sobre el material adicional que puede utilizarse para hacer más provechoso el visionado de cada film. Luego, si uno quiere obtener el título oficial de “Amigo del Cine”, diversas instituciones –universidades populares, concejalías de cultura, institutos de bachillerato, cineclubs, filmotecas, facultades universitarias, revistas de cine, cadenas de televisión– colaboran para celebrar una especie de exámenes libres, como los de Oxford y Cambridge para obtener un certificado de inglés. Ahora bien: más allá de este posible título oficial –que luego se podría incluir en el curriculum como un valor añadido a la formación académica personal–, lo verdaderamente decisivo sería formar esas pequeñas comunidades de amigos que, con una regularidad periódica y un programa de películas inteligentemente diseñado, se reúnen semana tras semana y se sumergen en el universo del cine, para luego hablar y hablar sobre la película en una sala de estar o en algún acogedor rincón de una cafetería. Es decir, pequeñas comunidades de seres humanos que, ante la magia de una pantalla de cine, se zambullen en el misterio del mundo, del espíritu y de la vida.
 
¿Se imagina el lector cuáles podrían ser los “efectos colaterales” –positivos, desde luego– derivados de constituir estas comunidades cinematográficas que acabo de bosquejar? Desde luego, una revitalización extraordinaria del mundo del cine, convertido entonces, mucho más que hoy, en instrumento de vida comunitaria y de comunicación entre los hombres; y, como consecuencia, un significativo florecimiento –en último término, también económico- de la industria cinematográfica y de todo lo que la rodea, salas de cine incluidas. Pero, a mi modo de ver, el principal beneficio consistiría en la formación de un gran cauce o molde cultural, y de contacto humano profundo, entre los hombres. De manera que un adolescente de ese imaginario año 2020 del que hablo supiera que, si así lo decide, puede ingresar en el universo de las comunidades cinematográficas, y, en él, entrar en un mundo de historias y de apasionantes conversaciones –también de amistad, por supuesto- que tal vez será decisivo para su vida, y que no tiene por qué acabarse nunca.
 
Nuestro mundo, hoy tan anómico y desestructurado, necesita cauces vitales, formas estructurantes, senderos por los que adentrarse en una infinidad de aventuras individuales y colectivas. Necesitamos moldes, etapas bien definidas, caminos que nos impulsen a perfeccionarnos y que nos ayuden a configurar nuestra identidad (sería posible un “carnet de amigo del cine”). La conformación orgánica de las comunidades de amigos del cine cuyo apresurado boceto acabo de trazar representa sólo un ejemplo entre otros muchos posibles. En el fondo, lo que necesitamos es una sociedad “frondosa”, llena de abigarrados caminos existenciales que se entrecrucen e intercomuniquen entre sí. Para que todos recuperemos la extraordinaria dicha de estar juntos en torno a un propósito lleno de sentido. En último término, para que reaprendamos el hoy olvidado arte de vivir.

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