Por llamarlo "arte" que no quede

"Arte" conceptual (así lo llaman...) en Cartagena

Compartir en:

Se celebra durante estos días en Cartagena, donde vivo, el festival artístico Mucho más Mayo, cuya manifestación más conocida para los habitantes de la ciudad consiste en diversos montajes, realizados en las calles peatonales del centro, que podríamos encuadrar en lo que habitualmente se denomina “arte conceptual”, “happening” o “performance”. Uno va andando tranquilamente por la calle, y a lo mejor ve cómo se le acercan unas jovencitas disfrazadas de saltimbanquis y con una pinta impresionante de alumnas de la Escuela de Arte Dramático; estas jovencitas le invitan a uno a hacer alguna cosa más o menos absurda, a participar en una acción artística -¿?- espontánea e improvisada, y hala, ya tenemos organizado un happening. O bien: siguiendo con nuestro paseo, nos acercamos al puerto y observamos, en una zona de césped allí existente, que el artista conceptual de turno ha plantado en la tierra un buen montón de pequeñas estacas que sostienen más de un centenar de fotografías de flores idénticas. Es decir: donde antes sólo se podía ver hierba, ahora nos encontramos con un original -¿?- parterre de flores fotografiadas.

La opinión predominante entre los cartageneros que contemplan, sorprendidos, todo este arte en la calle es que, más que arte conceptual, estamos ante una auténtica serie de chorradas conceptuales generosamente financiadas con el dinero de nuestros impuestos, que luego falta para otras necesidades que a lo mejor la sociedad valora más. Por supuesto, ya sabemos que, en todo este tema del “arte” contemporáneo, existe desde hace décadas una división casi irreconciliable: por un lado, la gente cool y moderna a la que le encanta ir a Arco y que se embarca en sutiles disquisiciones sobre la última ocurrencia artística del momento; y, por otra, los cavernícolas de la cultura que todavía prefieren ir al Museo del Prado, asistir a un concierto o acercarse a una exposición de pintura o escultura más o menos “convencional”. Sin embargo, también hemos de consignar, como un dato incontrovertible, que hoy en día toda capital de provincias que se precie aspira a tener su museíto de arte contemporáneo o su feria de arte en la calle, porque eso queda moderno, da ambiente y proporciona un cierto status.

Todo lo anterior es bien conocido desde hace tiempo, y podríamos extendernos al respecto en prolijas consideraciones. Sin embargo, y volviendo a las exhibiciones de arte conceptual con las que estos días uno se encuentra por el centro de Cartagena, podemos legítimamente preguntarnos, como tantas veces se hace, si eso “es arte o no es arte”. El asunto, complejo, excede de lo que se puede tratar en las presentes consideraciones; sin embargo, sí que es posible ofrecer al respecto algunas ideas básicas.

En primer lugar: la gran mayoría de lo que –tanto este año como los anteriores– he visto en las calles de Cartagena, entra dentro de la categoría que, sin miramiento alguno, podemos calificar como chorrada conceptual pura y dura. Como en todo, en el mundillo de los artistas y pseudo-artistas conceptuales contratados para tal tipo de eventos también hay clases. El ayuntamiento de Cartagena no puede contar con primeras figuras del correspondiente escalafón, de modo que recurre a gente de segunda fila y muy discutible talento para que, con alguna extravagancia bien visible en la vía pública, consigan eso hoy tan evanescente que es el “crear arte en la calle”. Ahora bien: si no queremos ser ingenuos, debemos darnos cuenta de que, en el fondo y desde un principio, la calidad de las obras y su carácter propiamente artístico, tanto por parte del ayuntamiento como del propio artista, se considera como algo secundario.

En efecto. Nadie espera llenar las calles del centro de Cartagena de verdaderas obras de arte que provoquen la genuina contemplación estética y la emoción del espectador; y no digamos ya que toquen su corazón. De lo que se trata es, simplemente, de que haya algo que llame la atención. Si hay alguien a quien le guste, bien; y si hay una mayoría a la que no le gusta e incluso que se indigna, también bien. Pues en el arte contemporáneo se trata, ante todo, de provocar una reacción –del tipo que sea– en el espectador, a favor o en contra. Esa reacción produce una catarata de comentarios, aunque la mayor parte de los mismos vayan en la dirección de una ofendida crítica: que si vaya bufonada, que el arte ya no es lo que era, que a dónde vamos a ir a parar, que en esto se gastan nuestro dinero, que menuda tontería, que si Velázquez levantara la cabeza, que si el año pasado en Madrid yo vi una cosa todavía más absurda, que si vivimos en una cultura degenerada, que si estos “artistas” de ahora son unos caraduras, que si todo esto representa un síntoma apocalíptico, etc. etc. En realidad, es algo muy parecido a lo que pasó hace ahora un año con el Rodolfo Chikilicuatre de Buenafuente con el que hicimos un ridículo espantoso en Eurovisión. Vaya tomadura de pelo lo del chiki-chiki, sí; pero, ¡cuánto se habló de aquello, cuántas tertulias en los medios, cuántos columnistas escribiendo artículos al respecto, cuánta acalorada discusión! Y todo este animado ambiente de debate que duró en España un buen par de meses, ¿acaso no posee en sí mismo un considerable valor?

En segundo lugar: no me parece justo condenar el arte conceptual en bloque, como tampoco, por ejemplo, el graffiti o el hip-hop. Y es que en cualquier campo de la cultura o de la realidad social puede darse tanto la mediocridad más clamorosa como el descaro del frescales que ha aprendido a vivir del cuento y como, en fin, también el talento genuino, con frecuencia escondido entre toneladas de morralla. Pasa como sucedía hace un tiempo en el concurso de Telecinco ¡Tú sí que vales!: la mayoría de los participantes en el casting se movían entre el simple esfuerzo meritorio y el frikismo más evidente; pero un reducido número de candidatos salían al escenario y lograban que el jurado abandonase su habitual gesto de divertida displicencia y el brillo genuino de la emoción apareciese en sus ojos: es que acababan de asistir a ese milagro que se produce cuando, de una voz, unos gestos o unas manos, brota ese misterio de belleza y poesía que llamamos “arte”.

Sin duda, las flores fotográficas plantadas en el césped junto al puerto de Cartagena no llegan a tanto, ni tampoco lo pretenden: como hemos explicado, “basta con que den que hablar”. Y, sin embargo, no deberíamos aspirar simplemente a eso: también a los creadores de los montajes conceptuales del arte en la calle se les ha de exigir, ante todo, que practiquen esa ascesis del corazón que tiene como recompensa –si media, además, el talento suficiente– el milagro de la belleza: que haya poesía, que se sugiera algo elevado y noble, que se insinúen los contornos de un profundo significado. Porque, si nos limitamos a que “la cosa dé que hablar” y a que se vea que “este ayuntamiento no es carca y apoya la cultura”, y si nos pasamos por el forro la esencial cuestión de la belleza, ¿acaso no estaremos contribuyendo a que el mundo que heredarán nuestros hijos se hunda cada vez más en un espantoso caos?

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar