En un artículo difundido por sus servicios diocesanos y titulado “¡Gracias, Santo Padre!”, el arzobispo de Granada, Mgr. Francisco Javier Martínez, retoma las declaraciones efectuadas por el Papa en tierras africanas y denuncia que “se silencia el dato perfectamente constatado” (pero se olvida de especificar dónde…) “de que el uso masivo de los preservativos”, lejos de detener el sida en África, “lo ha propagado”. Así, como lo oyen: “lo ha pro-pa-ga-do”.
Pueden, sin embargo, tranquilizarse los escasos pero virulentos lectores ultramontanos de este periódico, quienes cada vez que me he atrevido criticar, directa o indirectamente, tal cual opción de la doctrina de la Santa Madre, han arremetido con los más apasionados exabruptos. Estén tranquilos: no voy a ensañarme ni con las declaraciones de Su Santidad ni con las del Arzobispo de Granada. Sería tan fácil, tan cruel incluso…, que más vale dar muestras de cristiana compasión.
Si reconocieran al menos que la condena de los condones se efectúa en nombre de una determinada visión sexual (o… antisexual) que lleva a proscribir los medios anticonceptivos, la cosa sería igual de chocante y recriminable, pero al menos tendría su lógica interna. Ahora bien, ¡pretender que los preservativos favorecen la propagación del sida!… En fin, más vale correr un tupido velo: el que no corren desde luego las enconadas huestes de una izquierda anticlerical a las que con toda esa estúpida obsesión sexual se lo están poniendo tan fácil, tan rematadamente fácil… que un topo anticlerical infiltrado en el Vaticano sería incapaz de hacerlo mejor.
El verdadero problema, sin embargo, es otro, y constituye la razón de este artículo. Abandonando el tema del sida, monseñor Martínez evoca la escena de la película El tercer hombre, con guión del católico Graham Greene, en que Orson Welles y Joseph Cotten contemplan la multitud como motas desde la noria del Prater vienés: “La sociedad de los puntitos vistos de lejos, vistos en las estadísticas, es ya nuestra sociedad. La vida del hormiguero industrioso al servicio de los intereses económicos y políticos de los poderosos podría ser nuestro futuro”.
No podría ser nuestro futuro: es ya nuestro presente, y la denuncia que en tal sentido efectúa el arzobispo granadino merece el más caluroso y sincero de los aplausos. Pero es precisamente esta denuncia la que plantea el problema al que me refería: un problema mucho mayor que el intento —de todos modos condenado al fracaso— de volver a imponer los cánones de la moral tradicional por lo que a la sexualidad y “las buenas costumbres” se refiere.
¿De qué problema se trata? Del problema que se deriva del silogismo implícito que van a hacer, inevitablemente, muchos de quienes lean tales declaraciones. Premisa mayor: en este artículo, Su Eminencia Reverendísima escribe grandes sandeces. Premisa menor: en el mismo contexto, el mismo Monseñor denuncia con fuerza el individualismo y el materialismo de nuestra sociedad. Conclusión: dicha denuncia es también una sandez, o en el mejor de los casos algo que queda, de tal modo, profundamente descalificado.
¡Apañados estamos!… Sí, tenía razón Damián Ruiz cuando el otro día afirmaba en estas mismas páginas que tenemos necesidad de un referente simbólico e institucional consistente en lo que consisten (lo voy a decir con mis propias palabras) todas las religiones: expresar y arraigar en el espíritu de los hombres el misterio ontológico gracias al cual hay mundo, pensamiento, ser. Sí, tenía también razón Damián Ruiz cuando reconocía que, dada toda nuestra tradición cultural, no existe hoy otro referente que el que la Iglesia constituye y el Papa encarna. O, por decirlo como yo mismo lo he dicho en múltiples ocasiones: entre un creyente en la materia y un creyente en la divinidad, no cabe duda: corresponde estar al lado de este último.
Ante la embestida del nihilismo y del materialismo contemporáneos se ha producido, en efecto, una situación sumamente novedosa: los viejos y enconados enemigos de tanto tiempo —creyentes y no creyentes, cristianos y “nietzscheanos” (demos, para simplificar, tal apelativo)— podemos encontrarnos juntos en la misma trinchera, combatiendo —por más que nuestros presupuestos últimos sean antagónicos— contra la decadencia que nos asfixia.
Pero para que ello sea así, para que pudiera encarnarse el referente simbólico que reclamaba Damián Ruiz, resultaría conveniente, por no decir indispensable, que la Iglesia, olvidándose de viejos fantasmas, arrinconando ancestrales obsesiones, dejara de tirar piedras tanto contra su propio tejado como contra el tejado de la trinchera común. Si, a raíz del Concilio Vaticano II, ya ha echado por la borda (y sin la menor dificultad) el glorioso, grandioso ritual mediante el que ha afirmado durante siglos la fuerza y la belleza de lo sagrado, ¿no podría acaso hacer un esfuerzo suplementario y arrinconar, esta vez, algo de lo que más vale olvidarse?