Cuando los hombres se entregan a la nada, ¿queda algo?

¿Qué queda de nuestros amores?

Los entusiastas partidarios de subvertir todo orden no cesarán en su empeño de derruirlo todo, de romper todo ápice de romanticismo, de ideal, de esfuerzo… ¿Qué es lo que quieren? Están a punto de acabar con una civilización a base de dejar al sistema nervioso vegetativo de los individuos que campe a sus anchas sin orden ni concierto, de forma caprichosa, compulsiva, idiota…, sin ni siquiera el dominio de la razón, ya no digamos de la ética y menos de la estética social, a la que parecen detestar.

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El tema del artículo iba a ser otro, pero de repente empezó sonar, por una emisora de Internet, una antigua canción francesa interpretada por Charles Trenet, Que reste-t-il de nos amours? [¿Qué queda de nuestros amores?], y mi naturaleza, a veces melancólica, dejó que la pregunta se instalara en la cabecera del texto y la respuesta hubiera que elaborarla.

La vida se refleja en cada una de nuestras acciones, en cada uno de los pasos dados y en cada uno de aquellos que perdimos porque no pudimos dar o porque no nos atrevimos. A cada paso le acompañó un gesto y a cada gesto una emoción. Construimos en nuestra memoria una realidad más o menos aproximada de lo que verdaderamente fue, y a partir de ella creamos nuestra historia. Pero no hay historia sin historias de amor.
¿Quién no se ha enamorado una, dos o diez veces? ¿Quién no echa de menos a los amigos de juventud, la cercanía del padre y de la madre… y también una sociedad donde las cosas, las gentes guarden un orden ético y estético, donde todo el mundo tenga su lugar, pero cada uno el suyo, sin confusiones, de una manera tranquila, serena, dulce?
Porque el amor, para poder manifestarse, debe tener el tiempo, la calma, la ilusión y la contención necesaria para que no se difumine efímeramente. Una sujeción que provendría de un sentido de la vida suficientemente estructurado e integrado que permitiera a las personas manejar la pasión de manera progresiva para de esa forma poder alcanzar la plenitud amorosa en todos los sentidos.
Pero no, aunque lo pueda parecer, no se trata de moral —se trata de belleza. La belleza de la vida, la que marca los ritmos para poder ser percibida en todo su esplendor, la que te dice cuándo no es aún el momento para avanzar y cuándo sí, la que te obliga a perfeccionarte, la que demanda elegancia, la que hace que un joven esté nervioso ante una primera cita con la chica de la que se ha enamorado…
Porque la ruptura de todos los tempos, la transgresión de los procesos, la terrible vulgarización de las formas y la banalización de los espíritus marcan un profundo vacío existencial, del que a veces algunos sólo pueden escapar a través de adicciones varias, de la compulsión consumista o de la parálisis vital.
Hasta aquí es donde hemos llegado, pero los entusiastas partidarios de subvertir todo orden, ahora con la novedad de permitir que las jóvenes de dieciséis años puedan abortar sin permiso de sus padres, no cesarán en su empeño de derruirlo todo, de romper todo ápice de romanticismo, de ideal, de esfuerzo… ¿Qué es lo que quieren? Están a punto de acabar con una civilización a base de dejar al sistema nervioso vegetativo de los individuos que campe a sus anchas sin orden ni concierto, de forma caprichosa, compulsiva, idiota…, sin ni siquiera el dominio de la razón, ya no digamos de la ética y menos de la estética social, a la que parecen detestar.
La crisis económica que padecemos proviene del ansia, del llegar a no se sabe dónde, de la pérdida de caminos…
Y todo el mundo tiene derecho a amar y a ser amado, a quien quiera y por quien quiera, sin excepción, incluso a amar aquello que le están destruyendo e incluso a preguntarse por sus amores antes de que ya no quede nada, antes de que acaben con todo.

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