No aplicar una visión contundentemente pragmática de la realidad siempre me ha parecido una manera bastante estúpida de complicarse innecesariamente la vida.
La realidad es la que es, y se ponga uno como se ponga, va a seguir siendo así. Y o esta se enfoca desde la gestión racional, aplicando la perspectiva a medio y largo plazo, o uno fracasa estrepitosamente.
El lirismo, el dogmatismo y la demagogia junto con la inflación del ego suelen ser las causas más comunes que llevan a las personas y a las sociedades -Venezuela por ejemplo- al hundimiento.
Por otra parte también es cierto que el pragmatismo por sí solo puede convertirle a uno en un mezquino obsesionado por los bienes materiales y el bienestar mundano. Los pueblos que se aplican a ello con exclusividad acaban perdiendo la historia y posteriormente, por mucho que se victimicen, suelen diluirse en otras identidades con mayor fuerza espiritual (y a algo muy presente en el debate nacional me remito).
El espíritu conlleva una serie de principios que vinculan, y vehiculan, el carácter y el comportamiento, promueve una “razón de ser” y concibe la vida en su trascendencia y por supuesto, jerárquicamente, ocupa un lugar muy superior al pragmatismo.
¿Y el Eros? Espíritu y pragmatismo por sí solos nos llevarían a una actitud excesivamente rígida o hierática del transcurrir en el mundo. Acaban encerrando a las personas en un bucle conservador donde el tradicionalismo y la costumbre se vuelven asfixiantes y no permiten una respiración más liviana de la existencia. El Eros en toda su dimensión es fundamentalmente el aliento de vida necesario, el equívoco, lo fortuito, lo arbitrario, lo transgresor y lo surrealista.
La escasez de esta última dimensión convierte a los individuos en excesivamente previsibles, carentes de éxito y aburridos. Garantizarse que uno es de una sola pieza es la mejor manera de ser percibido como un objeto de museo, absolutamente loable al mismo tiempo que completamente obvio, y por tanto olvidable.
No hay nada más interesante que la unión de los tres aspectos, de las tres fuerzas: la razón pragmática, el espíritu de trascendencia y de belleza y el erotismo vital.
Por mi formación y profesión he leído muchos libros de lo que se podría llamar psicología profunda (psicoanálisis, humanismo,…), y por interés también unas decenas de lo que podríamos llamar pensamiento positivo anglosajón (americano, vamos). Y a día de hoy no podría entender la vida apartando cualquiera de las dos perspectivas. Reconozco que la primera me conmueve, me genera paz y me conecta con la esencia del ser humano, y la segunda directamente me entusiasma.
En todo caso, de lo que se trata es de percatarse de cuáles son los movimientos del mundo, de la sociedad, de la economía, de los individuos, de no engañarse, de no esperar lo imposible y en cambio de luchar por objetivos realizables, que pueden llegar a ser fascinantes.
Vivir es un acto de integración y de compensación, de búsqueda de un equilibrio que conjugue la realidad externa y la interna. Es un hecho apasionante si se dirige con inteligencia y emoción, y si la estrategia (¡Sí, estrategia! Hay demasiada complejidad, demasiada competencia, como para funcionar improvisando y dejándote llevar por donde el viento indique), si la estrategia de vida, repito, es adecuada, sutil, aguda y hábil.
Todo lo demás son tonterías y maneras de perder el tiempo.