Acabamos de regresar de Nueva York, donde hemos pasado estas fiestas de Navidad.
No hace falta que diga, para quien haya seguido algunos de mis artículos, que, más allá de todas sus contradicciones, me parece una ciudad fascinante. Pero no es de esto de lo que quiero hablar, sino de una conversación que tuvimos, mi esposa y yo, con un taxista dominicano al que pedimos que nos hiciera un recorrido por el Bronx (se lo pedimos básicamente por el tópico de la seguridad, porque el metro lo cogimos decenas de veces).
La cuestión es que el hombre, más o menos de mi edad, cuarenta y largos, nos empezó a hablar de las bondades de Estados Unidos, especialmente de N. Y., “aquí si tú quieres, y no pierdes el foco, lo consigues”. El hombre llevaba más de veinte años en la ciudad, tenía siete hijos de dos esposas diferentes, vivía en un piso en el mismo Bronx, con una sola habitación que compartía con seis personas más (hijos, hermanos, nieta…), de todos ellos solo trabajaban dos, y él lo hacía todos los días de la semana a razón de doce horas diarias.
A mi pregunta de si no añoraba su país me respondió rotundamente que no. “En mi país no hay futuro, allí si no tienes un apellido importante no eres nadie”. A lo que añadió: “Aquí el problema son las marcas, ¿sabe? Los chicos tienen posibilidad de ir a la universidad porque si no tienes dinero el gobierno te ayuda, pero todos están pendientes de las marcas y de las tablets y los celulares, eso les pierde. Uno ya no sabe qué hacer, por mucho que quiera que sus hijos estudien gran parte de los fondos se desvían en “tennis” (refiriéndose a zapatillas deportivas) o en los ipads, por por los que los chicos hacen cola… No sé si en España también pasa”.
A todo esto el Bronx iba apareciendo ante nosotros como un lugar semidestruido, desolado, desarraigado, duro y con alguna zona de pequeña prosperidad. Apenas ni un blanco. Diferentes etnias y comunidades culturales conviven en ese solar en construcción y deconstrucción. Imagino las dificultades de supervivencia y cómo lo único que les une no es el hecho de perseguir y conseguir el sueño americano, sino el de llevar una determinada marca de ropa, comprarse el último modelo de iphone o seguir extasiados la serie de moda o la vida de la estrella musical de turno. Literalmente abocados al desastre.
“¿Cómo están por España?”, nos preguntó el taxista, añadiendo la siguiente reflexión: “Es muy importante para el mundo que ustedes se pongan bien, ustedes y todos los países del sur de Europa”.
El hombre, cansado pero esperanzado —¿de qué?—, fue extraordinariamente amable, explicándonos y tratando de salvar su pequeño lugar en la vida, ese Bronx en el que malvivir en estado de cuasi esclavitud con hijos adictos al “mercado” y con escasísimo porvenir.
En Nueva York hemos visto negros agotados, sentados en los vagones del metro, con cara de profunda fatiga y hastío —not future—, algunos gordos de modo genético, otros por la comida basura, jóvenes de todos los colores con ropajes pobres y escasos a pesar del frío.
¡Qué inteligentes somos los blancos! ¡Qué bien se puede construir una sociedad aparentemente igualitaria y meritocrática sabiendo que las diferencias biológicas y psicológicas (que no de inteligencia) no permitirán nunca esa igualdad!
¡Qué satisfechos podemos estar de cenar en el Soho, comer en el Village, asistir a un par de musicales de Broadway e ir de compras por Lexington Avenue!
¡Tanta ingeniería social revestida de progresismo, tanta trampa para esclavizar a muchos pobres desgraciados para que sirvan nuestros caprichosos gustos, y nuestros momentos especiales!
Necesitamos una visión social más justa y solidaria, desde la derecha, desde la autoridad moral e institucional —la izquierda acaba marraneando y convirtiendo en decadente todo lo que toca—, una posición vital que, poniendo a cada uno en su lugar, devuelva la dignidad a todo ser humano. Y eso no se hace desde el igualitarismo, ni desde el socialismo. Se hace desde un espíritu elevado, aristocrático si me apuran, en el que solo lo trascendente permita justificar las diferencias.
Yo no me siento cómodo —nada, les aseguro— pudiendo cenar en un restaurante de moda neoyorkino mientras un chaval de veinte años no tiene ni futuro, ni perspectiva, ni siquiera el alimento o el abrigo adecuado para vivir como persona.
Y todo esto merece, si es necesario, una transformación profunda. Quizás habrá que sacrificar algunas cosas, más de lo que creemos.
¡New York, New York!