Si algo me gusta en esta vida es desconcertar, que nadie dé nada por hecho. Afirmar la compatibilidad de los opuestos, la complejidad de la vida, la carne y el pescado, la mística y el erotismo, la pasión y el recogimiento, lo frívolo y lo piadoso. Todo ello y más, o menos.
Y a los que nos corre la sangre por las venas, y vibramos con la intensidad de algunos hechos no podemos prescindir de aquello que, formando parte de nuestra tradición, nos emociona, aún en la lejanía de lo que se pierde, de lo que se escinde de esta aséptica realidad en la que nos obligan a vivir.
Tuve la fortuna, de niño, de acompañar a mi padre a unas cuantas decenas de combates de boxeo. Era el Price de Barcelona y nosotros lo teníamos cerca de casa. Y los críos entrábamos a ver como dos hombres se zurraban de verdad, en medio de una gran humareda de puros. Carrasco, Legrá, Urtain y tantos otros, la sangre salía de la nariz y el griterío acompañaba cada uno de los certeros o fallidos golpes. Eran los inicios de los 70 y en aquella época en España los niños no teníamos trastorno por déficit de atención (se arreglaba con una hostia), ni nos neurotizaban con mandangas pedagógicas, las madres nos esperaban con el bocadillo y bajábamos a la calle a jugar, en lugar de las cuatrocientas actividades de hoy en día. Y yo ni me hice boxeador ni violento por ver tanto combate.
El mercado de San Antonio, la calle Urgel, la cervecería Damm de la ronda San Pablo, el Price y el Paralelo, ese era mi espacio vital, en ese centro popular castellano-catalán de mi ciudad. En aquella ciudad mediterránea donde la vida emergía antes de que la apagasen y la hicieran postal del nacionalismo socialdemócrata y multicultural.
Y mi abuelo catalán que no se perdía ni una corrida en la Monumental y -trabajaba de estibador en el puerto, hombre rudo y de pocas palabras-, conocía todos los modos y maneras de los toreros de la época… ¡Cuanto catalán se escuchaba en esas tardes, cuanta pasión vertida en esa lengua!, en la de Pla… el ignorado. Y yo, que junto con nuestro director, Javier Ruiz Portella, tuvimos que despedirnos de esta tradición en las dos últimas tardes de toros, en pos de la civilización que no permite el maltrato animal. ¡Los mediocres que nos dirigen producen tanta felicidad en las pueriles mentes de los insulsos con estas decisiones! ¡Piensan que racionalizan la vida y lo único que hacen es dejar el terreno preparado para que algunos bárbaros lo abonen! ¡No hay vida sin pulsión y la nuestra la matamos!
También…la copla, la jota,… voces que surgen del abismo de nuestra historia, que encarnan la tierra, la riegan y la mueven, remueven. Una energía colectiva bebida al unísono con vino, mujeres de una pieza dispuestas a todo por amor, pasión entroncada con un estilo vivencial, pisando fuerte, negando si es necesario, acogiendo si te portas bien… absorbiendo la vida para expulsarla en el momento menos pensado. Tragedias, cantos exultantes, abandonos, patria y color. Un profundo sentido del arrebato, del giro, del golpe encima de la mesa, del adiós por bandera, del si te he visto no me acuerdo, una historia que se va….
Porque todo se irá yendo y deberemos acostumbrarnos. España y Europa se suicidan… viviremos, probablemente mejor, tecnológicamente avanzados, solos pero comunicados, saludables pero con el alma enferma, puros y aburridos. Viviremos quizás para contar a las generaciones venideras que hubo un tiempo en que un pase, un golpe o una canción no solo te hacían saltar las lágrimas sino que impregnaba de latidos el corazón hasta llevarlo al éxtasis. Hasta tener que contenerlo.
Desconcertar como decía al principio porque en cuanto a gustos no hay nada escrito.