Dicen que no hay mal que por bien no venga

¿Puede beneficiar a España la crisis?

Zapatero evitó la palabra mientras pudo, con piruetas verbales inverosímiles: no había crisis, sino "dificultades objetivas" y una "desaceleración profunda". Pero ahora la palabra ha venido para quedarse: todos sabemos que "hay crisis". El término anda en boca de todos, sale cada dos por tres en las más variopintas conversaciones. Sirve de justificación para cualquier cosa ("Es que con la crisis…"). Se ha convertido en el mantra cotidiano de los sufridos españolitos, cada vez más apurados para llegar a fin de mes.

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Zapatero evitó la palabra mientras pudo, con piruetas verbales inverosímiles: no había crisis, sino “dificultades objetivas” y una “desaceleración profunda”. Pero ahora la palabra ha venido para quedarse: todos sabemos que “hay crisis”. El término anda en boca de todos, sale cada dos por tres en las más variopintas conversaciones. Sirve de justificación para cualquier cosa (“Es que con la crisis…”). Se ha convertido en el mantra cotidiano de los sufridos españolitos, cada vez más apurados para llegar a fin de mes.

La realidad —la crisis económica galopante que cabalga desbocada— es terrible y dramática para muchas familias; pero la palabra —“crisis, crisis, crisis”— hasta nos puede venir bien. Los españoles, emborrachados por la euforia del ladrillo y del dinero barato, nos creímos ricos y nos pusimos masivamente a hacer tonterías: comprar lo que no podíamos comprar, pedir burradas por un pisito, poner los cafés a 1,20 euros —y más—, etc. Ahora ha llegado la época de las vacas flacas, condensada toda ella en la palabrita de marras.

Ahora bien: tal vez no nos damos cuenta de que esa palabra puede reportarnos insospechados beneficios. Repetida millones de veces cada día —en las familias, en las empresas, en los bares, en la televisión—, produce subterráneamente un efecto psicológico de largo alcance. “Crisis” nos remite a la idea de pobreza y de obligada austeridad. Saber que hay crisis nos devuelve la humildad que nos había sido hurtada por una ficticia apariencia de riqueza. La crisis nos disculpa de lo que antes nos hubiera dado vergüenza: comer de bocata en vez de ir al restaurante, mirar y remirar el euro antes de gastarlo, comprarnos las camisas del Carrefour. Le vemos las orejas al lobo, la pobreza acecha tal vez a la vuelta de la esquina (¿dónde está el comedor de Cáritas más próximo? Conviene andar prevenido). Y gracias a esto recuperamos la humildad y el sentido común. Nos creímos ricos y nos volvimos locos. Ahora nos vemos casi pobres y recuperamos la cordura.

Todas las culturas —menos la nuestra— han sabido que la pobreza, espiritualmente, es muy terapéutica. Cuando el hombre se sabe pobre, su orgullo se desinfla. Ahí reside, por ejemplo, el sentido del ayuno religioso. El hombre, para ser plenamente él mismo, debe hacerse compañero de la pobreza. Léon Bloy la amó. Francisco de Asís, el Poverello, la amó también. Y, por su parte, Heidegger nos recomendó convertirnos en pobres “pastores del ser” para recuperar la pureza originaria del mundo. En cierto sentido, se trata de recordar las enseñanzas del viejo Saturno: empobrécete, desnúdate, vete al desierto para reencontrarte con lo esencial.

Como es obvio, la cultura occidental contemporánea siente una fortísima alergia a reconocer estas verdades. Y no digamos ya la España adolescente de nuestros días, con las ridículas ínfulas de nuevos ricos en las que tantos necios han incurrido. Ahora, sin embargo, se nos han bajado los humos. Volvemos a ver menús a 8 euros: buena señal. Las familias, temerosas de un futuro incierto, vuelven a ahorrar. Los propietarios bajan el precio del piso que quieren vender. Se dejan de pedir préstamos personales para irse un fin de semana a Eurodisney. España regresa a la senda del sentido común: ya veremos por cuánto tiempo.

Por supuesto, una restricción brusca y masiva del gasto paraliza la economía y no ayuda a que la situación mejore: las tijeras de Saturno pueden producir un desaguisado. Tanto en la economía como en la vida hace falta también el principio contrario: la expansividad de Júpiter, que nos invita a tener confianza, a comprar y a gastar. El austero Saturno y el jovial y alegre Júpiter: dos fuerzas antitéticas, pero complementarias. La España posmoderna y atolondrada de los últimos años tenía clara su opción: un Júpiter enloquecido y sin freno, que hacía que las tarjetas de crédito echaran humo y que el precio de los pisos subiera a un ritmo frenético. Ahora Saturno, misericordioso y estricto, nos proporciona, en la simple palabra “crisis”, una sencilla medicina para nuestros males. ¿Aprovechará la lección esta España estúpida y engreída que nos ha tocado padecer? De momento, concedámosle el beneficio de la duda.

 

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