¿Por qué diablos lo hicimos?… ¿Por qué estábamos tan locos? ¿Por qué montamos todo aquel cirio de Mayo del 68? Sí, sí, yo también… No en París, claro, sino en aquel burdo remedo de París que pretendía ser la universidad franquista, aquella universidad en la que nos habíamos levantado luchando gloriosamente –¡perdónenme los dioses todos!– por la libertad, la democracia y el socialismo.
¿Qué perseguíamos… más allá de la vileza y sus clichés? ¿Qué playa andábamos escarbando bajo los dichosos adoquines? ¿Por qué
¡Gente atildada, ordenada!…Esto es lo que nos reventaba. No soportábamos el orden, la compostura que agarrotaba aquel mundo que nos parecía duro y falso, que sentíamos como una inmensa losa de plomo que se nos caía encima, que nos reventaba, que nos aplastaba… ¿Por qué? ¿Por qué lo sentíamos así? ¿Tan imbéciles éramos? No, no era imbecilidad. Lo sentíamos así porque nos tomábamos por dioses, y a los dioses les tiene que estar permitido todo –y no lo estaba. Lo sentíamos así porque nos creíamos dioses fuera de los cuales no hay, no puede haber nada. Porque éramos incapaces, en fin, de ponernos al servicio de algo –algo grande, bello, noble–, que nos agrandara y trascendiera.
Sí, ya, claro, por supuesto. Sin algo trascendente que nos propulse más allá, siempre nos quedaremos más acá, siempre chapotearemos en este pringoso –algunos lo sienten muelle, suave, dulce– lodazal. Algo trascendente… Bien, pero ¿qué?, ¿cómo?, ¿dónde?… ¿Dónde está el orden trascendente al que servir? ¿Dónde encontrarlo… si no se afirma, si ni siquiera se deja entrever? Digámoslo de una vez: ¡dónde encontrarlo, si cualquier orden trascendente ha desaparecido definitivamente del mapa!
“¿Cómo que no se afirma? ¡Él sí que se afirma!…Son los hombres quienes se obstinan en darle la espalda.”
Siempre lo mismo. Siempre la cómoda solución de facilidad… Siempre lo mismo desde que hace doscientos años todo el orden de siglos se derrumbó: toda la culpa está en los hombres. Exactamente igual que en el otro caso (“todo el poder está en los hombres”), pero al revés. Como si aquí no hubiera pasado nada; como si toda la solución –he ahí el drama de la derecha: la tradicional, la fetén; el drama de la derecha liberal es otro–; como si toda la solución, decía, consistiera en romper con el tiempo, en regresar a la situación antigua, al statu quo ante: cuando aún resplandecía aquella Edad de Oro en la que una Verdad absoluta cimentaba el mundo y un Orden trascendente guiaba nuestro destino.
Como si algo parecido pudiera aún ser posible. Como si no hubiera quedado claro que estamos solos en el mundo, como si no fuera manifiesto que todo se juega aquí, entre ese mundo y esos hombres que estamos solos: esos hombres (¡cómo lo creíamos en Mayo del 68!) que no dependemos de nadie, que no somos llevados en volandas por nadie: esos hombres que…, por solos que estemos (¡eso era lo que ni se nos ocurría en Mayo del 68!) no somos sin embargo dueños ni señores de nada.
Contrariamente a lo que implica el delirio de la modernidad, no somos dioses, no somos hacedores, no somos demiurgos de nada. Pero tampoco somos siervos. Somos –ha dicho alguien– “pastores del ser”: somos esos seres propiamente inauditos, los únicos, sin cuya presencia nada sería. Como nada era –todo “estaba”: inerte, mudo, sin significación, sin palabras, sin sentido…– durante los miles de millones de años en que ni un solo hombre pensaba o hablaba en todo el universo; durante los miles de millones de años en que ni un solo hombre acogía la presencia, la significación de las cosas.
No, engreídos niñatos del 68 y de la modernidad toda: los hombres no creamos nada. Los hombres no hacemos surgir materialmente nada (salvo las cosas de la técnica o del arte, y aún). Muchísimo menos hacemos surgir el sentido y significación de las cosas. No creamos nada…, pero acogemos la presencia –radiante y misteriosa– de todo; esa presencia que, sin la nuestra, jamás sería.
Ahí, en este misterioso cruce –donde nuestra presencia y la de lo Otro; ese “Otro” que, hasta su desaparición, revistió las formas de la divinidad–; ahí, en esta encrucijada en que lo inmanente y lo trascendente (utilicemos los viejos términos) se requieren, entrecruzan y abrazan, ahí, exactamente ahí, es donde todo se juega. Ahí y nada más que ahí: donde ni lo uno ni lo Otro es principio primero o fundador. Ahí, donde –contrariamente a lo que creía el mundo antiguo– no hay fundamento último, Verdad absoluta u Orden radicalmente trascendente al que servir. Ahí, donde –contrariamente a lo que cree el mundo moderno– no hay ningún Orden radicalmente inmanente al que adorar. Ahí, donde la inmanencia de los hombres no constituye fundamento último alguno. Ahí, donde lo único que fundamenta al mundo es la entrecruzada presencia de los hombres y de su alteridad.
¿Qué? ¿Es complicado, difícil de entender?… Sí, por supuesto que lo es. Todo esto rompe brutalmente la lógica binaria, la de “o-lo-uno-o-lo-otro-y-aquí-no-hay-más-vueltas-que-darle”. Si todo esto no fuera difícil de entender, si no estuviéramos tan acostumbrados a la lógica de la exclusión, otro gallo nos cantaría… Ahora bien, entenderlo así, entender esta simultánea recusación del orden antiguo y del moderno; entender –toda una revolución copérnica– que no hay ningún orden objetivamente fundador al que servir, y sin embargo, hay que servir y obrar como si lo hubiera; entender que, por imaginario que sea, más vale creer en algún orden aparente –ya Nietzsche lo sabía– que no creer en nada; entender que el nihilismo absoluto –el que encarnó, en particular, nuestro mayo del 68– constituye el Mal sin remisión; entender, en suma, que servir, trascenderse y engrandecerse es todo lo contrario que postergarse, envilecerse y empequeñecerse: entenderlo así es la única posibilidad –el único “dios”, decía también alguien– que nos puede salvar.