Tahar Ben Jelloun, a semejanza de otros muchos, es un árabe que vive en Europa. Y lo hace con premeditación y alevosía. Tahar Ben Jelloun, a diferencia de otros muchos, es un niño mimado con los parabienes de la crítica, los premios, las traducciones, con toda la parafernalia de los abanderados de la Europa multiétnica (y a fe que él se ve justo merecedor de tales prebendas). Pero Tahar Ben Jelloun lleva además la pátina del falsario, del voluntarioso intelectual homologable al europeo, pero manteniendo, cómo no, sus características definitorias. Este Premio Goncourt 1987 publicó hace unos días un artículo, que tradujo el rotativo barcelonés La Vanguardia, con el título “Razones de la elección de Nicolas Sarkozy”, donde intenta mofarse y ridiculizar al recién elegido presidente de la V República francesa, advertir del peligro que corre Francia y Europa con él, y precavernos contra los sarkozyanos que se han manifestado contra el racismo antiblanco (el único políticamente correcto, no lo olvidemos). Pero hoy no deseo analizar este texto, sino uno, olvidado tras cinco años desde su edición en España, donde nuestro invitado pretendía acercar la creencia islámica a los niños (a todos los niños). Es para anotarlo y observar dos cosas: su odio hacia Europa y su condición sectaria.
Después de Papá, ¿qué es el racismo?, bendecido con el Global Tolerance Award por el occidental Kofi Annan, Ben Jelloun volvió hace unos años a la carga de las conciencias blandas con El islam explicado a nuestros hijos (Barcelona, RBA, 2002), un panfleto con la estructura de catecismo o de unas FAQ, exclusivamente salidas de su cabeza, donde irá haciendo accesible esta religión asiática a las hipotéticas preguntas de su hija. Ello estaría bien si en verdad nos encontráramos ante una explicación sencilla y veraz de qué es el islam; pero tengo la impresión de que este libro ni está escrito para “nuestros hijos” (los de los musulmanes visitantes en Europa), ni para los verdaderos musulmanes (que no han salido de sus países), ni para los europeos deseosos de conocer, en un rato, los principales puntos de referencia de la doctrina islámica. No, El islam explicado a nuestros hijos no tiene estos destinatarios, sino los padres europeos convencidos de la convivencia posible de las religiones y de cómo hacer aceptar a sus hijos la naturalidad de la presencia aquí de credos antagónicos al nuestro y de su derecho a establecerse como si fueran autóctonos. Más que un libro que abogue por el necesario respeto hacia la fe de los demás, es un libro combativo a favor de la inmigración masiva y la implantación, por derecho, de su fe religiosa.
Deseo empezar, dado el tema, con una frase escrita sin remilgos para centrar este asunto de creencias: la religión propia de Europa era el paganismo; a partir de un determinado momento fue la mezcla de neoplatonismo y mensaje de Jesucristo, el llamado cristianismo en todas sus variantes. Cualesquiera otras que intenten suplantarlas siempre serán ajenas a nosotros. He escrito bien: cualesquiera. Y esto, a pesar del maquillaje cristiano de nuestras tradiciones originarias, y a pesar también de una cristiandad sumergida en muchos ciudadanos de aquí, es algo que conoce Ben Jelloun. Por ello su reincidencia en ridiculizar el politeísmo árabe preislámico en varios pasajes de su texto (no olvidemos que el santoral cristiano no es otra cosa que un politeísmo ad hoc; o que el mormonismo es directamente politeísta). Así, al referirse a la religión árabe primera, lo hace con estos términos: El resto de las comunidades adoraba figuras de piedra, lo que se llama “ídolos”. (...) Algunos creían en las fuerzas de la naturaleza, la fuerza del viento, la memoria de los antepasados, de los familiares que vivieron antes que ellos (p. 18). Cuando su hija le pregunta qué le enseñaba el ángel Gabriel a Mahoma (Mohamed, en el libro), Ben Jelloun, entre otras cosas, responde: que no hay que adorar las piedras (p. 22). Más adelante, se extenderá en la explicación: antes de que Mohamed se convirtiera en el enviado de Dios, la gente de Arabia hacía lo que quería, no tenía unas reglas estrictas que cumplir y, además, creían que las estatuas de piedra eran dioses (p. 27), para acabar definiendo: [Los idólatras] son politeístas, es decir, que creen en varios dioses; adoran a ídolos de piedra (p. 28). El hecho de falsear de tal modo la realidad, cuando en otros fragmentos del libro evade cualquier crítica o pronunciamiento (por ejemplo, ante la sura del Corán donde se conmina a matar a los “idólatras”) no es casual. Negando la verdad esencial del paganismo, niega validez a la cultura greco-latina, donde más progresó artística, espiritual e intelectualmente, la cultura, no lo olvide nadie, por la que Europa es lo que es. Pero no se queda ahí la cosa, pues el catolicismo convirtió en una de sus señas de identidad la proliferación de imágenes y estatuas de cristos, vírgenes, santos y santas, con la consiguiente devoción de sus fieles. Y el catolicismo es la religión mayoritaria en Francia. ¿No esconde esta crítica a la idolatría preislámica una cierta tendenciosidad respecto a otras “idolatrías” de raigambre pagana como la católica?
En otro orden de cosas, uno de los momentos más tiernamente emotivos de El islam explicado a nuestros hijos es cuando la niña, tras explicarle su padre las aventuras de Mahoma, salta feliz y contenta: ¡Así que Mohamed era un emigrante! (p. 29). Le faltó escribir “¡Qué bien! ¡Como nosotros!”. Sin embargo, el autor deja claro, en todo momento, que esa necesidad de movimiento es una dádiva de los árabes al mundo, pero paradójica: los árabes habían comprendido algo muy sencillo: que, para progresar y enriquecerse, no hay que encerrarse en casa, al contrario, hay que abrir las puertas y las fronteras, ir hacia los demás (p. 51), aunque sea a golpe de cimitarra. Los verbos presentes en la cita anterior son “progresar” y “enriquecerse”. Y hacerlo, además, en una tierra de idólatras infieles. ¿Han de tener algún problema en llevar a cabo su plan? Es una lástima que Tahar Ben Jelloun no aplique a los árabes establecidos en Europa las reflexiones sobre la presencia europea en el norte de África. Se refiere a nosotros en estos términos: al final del imperio turco, les llegó el turno a los europeos de irrumpir y establecerse con todos sus trastos, en unos países a los que nadie los había invitado a entrar (pp. 71-72). Yo aún me pregunto qué hace Ben Jelloun viviendo en Europa, establecido con toda su progenie y sus trastos donde nadie lo ha invitado a entrar.
Pero la cuestión es que, al margen de esa relación amor-odio con Europa, tampoco desean convertirse en “europeos”. De hecho, la dicotomía entre árabe y europeo está presente a lo largo de todo el libro, dejando claro a su hija, desde el mismo principio, que no es francesa, y, por tanto, estigmatizándola y estableciendo él una conducta racista: eres árabe, aunque no hables este idioma (p. 7). Más adelante, al tratar de la transmisión de los conocimientos en la Edad Media, asevera: en aquella época, los europeos se servían de los descubrimientos hechos a través de las traducciones árabes para hacer progresar su cultura (p. 45), pues cuando los árabes llegaron a Al-Andalus, les impresionó la pobreza cultural del país a pesar del patrimonio del imperio romano (p. 49). Tópicos conocidísimos, sin base alguna y ridículos, pero que, tristemente, hacen su camino entre nosotros. Hay pues cierta inquina respecto a los valores de Europa: por una parte es admirada (de ahí los continuos intentos de vilipendiarla), pero por otro es mirada como algo ajeno. Tal vez se dé en Tahar Ben Jelloun el fervor del resentido: aquel que ha huido de las bases de su cultura y quiere instalarse en otra, conservando de ambas lo que más le beneficie a modo completamente individual. Con tales precedentes, no puede extrañarnos que escriba: Y para terminar, te citaré una aleya del Corán donde se alaban las virtudes del mestizaje (p. 76), algo que puede unirse con la declaración de intenciones del principio del libro, una verdadera cuadratura del círculo: Aquel día comprendí que podía ser musulmán sin tener que practicar, con una severa disciplina, las normas y leyes del islam (p. 13). ¿Quién es Ben Jelloun?: alguien que reniega de su tierra, de su cultura, de su gente y de su tradición. ¿Puede ser un individuo así modelo de algo? Sí: recordemos el premio “tolerante” al cual aludía más arriba. Pero sólo puede ser imagen de esta quiebra de valores, de ese mare mágnum en que se quieren convertir las verdaderas tradiciones de los pueblos del mundo, un buffet libre donde importa sobre todo la asepsia de los seres, la mediocridad bien entendida de lo anodino. Para Ben Jelloun, el mestizaje no es que su hija se case con un budista, sino que Europa se llene de árabes y aquí se practique el islam. Pero eso no es mestizaje, es invasión.
El listado de agravios benjellouniano es corto pero intenso: ataque a los valores religiosos de Europa (sean los paganos verdaderos o los ahora mayoritarios), crítica sin contemplaciones de nuestra historia con la suficiente cara dura de juzgar un hecho dependiendo de quién lo realiza, alabanza del mestizaje (?), minimización de la importancia de la cultura europea... ¿Qué más le queda a este paladín de la sustitución cultural? Dar ejemplos que lleven a su hija a exclamar: Los árabes inventaron un mogollón de cosas (p. 56), quedándose los dos tan maravillados de ver lo impagable de la contribución árabe para la formación de Europa. Lo curioso es que se atreve a dar ejemplos: La Fontaine se basó en Ibn al-Muqaffa, Daniel Defoe es cinco siglos posterior a un granadino, Ibn Batuta precedió a Marco Polo... Está claro que no merecería la pena dar contrarréplicas, pero la verdad es que Esopo precede a Ibn al-Muqaffa, que nada tiene que ver Robinson Crusoe con una novelita religiosa y que Piteas o Alejandro Magno también realizaron sendos recorridos a los extremos del mundo conocido entonces. El multiculturalismo no sólo olvida la jerarquía en las culturas, parece que también ha comenzado a hacerlo con las fechas históricas concretas.
En pocas palabras, los europeos, aparte de ser unos locos invasores, si tenemos algo de valor se lo debemos a los árabes. Ésta parece ser nuestra verdad. Y eso que, religiosamente, Ben Jelloun plantea un islam “descafeinado” (o eso nos quiere hacer creer), compaginable con la laicidad y consumismo de los Estados europeos de hoy. Los únicos puntos de conflicto con este paraíso terrestre se hallan en la consideración de la mujer y se queda bastante al margen de una condena de su postergación en el seno de la sociedad islámica: justifica que lleven hiyab (sin dar una opinión clara al hacer referencia al conflicto surgido en los colegios de Francia por su uso), que no puedan casarse con un no musulmán, que en la mezquita los sexos estén separados, prefiere la muerte de una mujer a la de un varón (tuvieron tres hijos y cuatro hijas. Por desgracia, no sobrevivió ningún varón (p. 18))... Pero, a la vez, camufla estas afirmaciones diciendo lo contrario: Yo tengo esperanzas en que los países musulmanes tomen las disposiciones oportunas para que la mujer no siga siendo desvalorizada y despreciada en nombre del islam. Debe ser igual que el hombre en el plano legal (p. 79). ¿Está la trampa en la coletilla “en el plano legal”?
El islam explicado a nuestros hijos no explica el islam a sus hijos, sino a los nuestros. Se ha escrito con conocimiento de causa de Europa y teniéndola a toda hora presente. Ese resentimiento no puede ser ignorado por nosotros, los objetos de tal. No deja de ser curioso, y enormemente triste, que a todo aquel que nos critica se le aplauda, se le premie y se le den parabienes. Pero ya no hay que seguir diciendo que esto anuncia la decadencia de nuestra civilización, sino empezar a formar con los hombres que nos queden.