“Loco hijo de puta”. Con estas palabras se ha referido Joe Biden a Vladímir Putin en una reunión con donantes para su campaña electoral. El presidente ruso, preguntado por lo que pensaba de semejantes expresiones, mantuvo su tranquilidad habitual y se limitó a decir que Biden era el mejor presidente para los intereses de Rusia. Sin duda, estos insultos del americano son un referente a la hora de calibrar el nivel de la diplomacia
occidental en los últimos diez años, como poco. La caída en picado de las élites atlantistas tiene algo que ver, sin duda, con la revolución pedagógica y moral que se ha vivido desde 1968, con la peligrosa creencia de que los deseos son la realidad. Recordemos que toda la población europea menor de sesenta años ha sido educada en su mayoría con los valores y métodos del mayo parisino. Y así nos luce el pelo.
Pero el viejo demente tiene razones para el exabrupto: Putin les ha decepcionado. Se suponía, y eso nos dijeron en febrero y marzo de 2022, que, con las sanciones económicas y las armas que Occidente estaba acumulando, Rusia volvería a la Edad Media y las tropas ucranianas aplastarían a los ineptos, cobardes y alcoholizados moscovitas. Los analistas globales ya contaban que el imperio putiniano sería descolonizado y dividido en tantos estaditos como fuera posible crear. Al quedarse sin hamburgueserías, coches de importación y porno occidental, el pueblo se alzaría contra el régimen y Putin, Medvédev, Shoigú y compañía comparecerían ante los jueces esposados y embutidos en un mono naranja. Nunca nos faltó la privilegiada información de los expertos: la prensa nos aseguraba que a Rusia se le acabarían los misiles en mayo de 2022, que las bajas enemigas eran de más de cien mil muertos al final del primer año de combates, que Ucrania mató tres veces al general Gerásimov, quien condecoraba anteayer a los militares destacados en las operaciones de Adveevka; también se nos decía por fuentes muy bien contrastadas que el presidente ruso tenía alzheimer, cáncer, parkinson y todo un vademécum de dolencias incurables y que su régimen iba a acabar con una conjura de boyardos. Mariúpol iba a ser la tumba del expansionismo del Kremlin, el valladar frente a sus hordas. Pero Mariúpol fue tomada por Rusia. Luego vinieron Lisichansk, Severodonetsk, Bajmut, Soledar, Adveevka; en todas ellas iban a romperse las garras y los colmillos del oso ruso, y en todas ellas Rusia venció y aplastó a la OTAN y a su siervo ucraniano. También se anunció en el verano del año pasado aquella invencible ofensiva que iba a ser el final de la guerra. David Petraeus, general americano de cuatro estrellas y antiguo director de la CIA, afirmó que sólo el rugir de los blindados occidentales haría huir en desbandada a los rusos, pero la llamada Línea Surovikin apenas sufrió unos leves desperfectos mientras el ejército ucraniano acumulaba noventa mil bajas. El objetivo inicial,Tokmak, que al comenzar el ataque de las tropas de Kíev se hallaba a quince kilómetros de las líneas rusas, sigue a la misma distancia de las armas ucranianas después de cuatro meses de combates.
Pero a Biden las bajas ucranianas le importan poco. Los peones están para ser sacrificados en las partidas de ajedrez. Lo que sí le molestó, y mucho, fue que Tucker Carlson entrevistara a Putin y tuviera decenas de millones de espectadores en América, donde el ruso aparece en las estadísticas como un dirigente mucho más apreciado que el inquilino de la Casa Blanca. Putin estuvo comedido, tranquilo y en plena posesión de sus facultades. Parecía Kárpov en sus partidas legendarias contra Korchnói. Biden se decidió a contraprogramar con una rueda de prensa histórica e histérica: jamás un presidente americano había evidenciado de forma tan rotunda su incapacidad, su declive mental, su patética necesidad de un retiro.
Putin aparece en los sondeos como un dirigente mucho más apreciado en EE. UU. que Biden
Todas las enfermedades imaginarias que la prensa atribuía a Putin eran reales dolencias en el dirigente yanqui, que recordemos que es incapaz de mantener el control de las fronteras de su país frente a la insubordinación de los tejanos. Biden se evidenció como completamente gagá al confundir al presidente de México con el de Egipto. El pandemonio de la rueda de prensa superó las peores espantás de Curro y Rafael de Paula en Las Ventas. Todo un contraste con el sereno conversar de Putin con Carlson, que pudieron ver –y comparar– millones de americanos.
No le faltan motivos para un exabrupto al endeble sucesor de Washington; las derrotas militares no son un buen reclamo para el votante, y va a ser muy difícil que Ucrania se mantenga en pie hasta noviembre de este año, cuando se celebren las elecciones presidenciales en las que un caduco Biden va a necesitar de un colosal fraude para repetir su “victoria” de 2020. A veces, ni con todo el dinero del mundo se consigue vencer. Y, sin embargo, la política de Biden ha sido beneficiosa para Estados Unidos: ha arruinado a su competidor alemán con la inestimable ayuda del quisling germano, un tal Scholz.
Para ganar en noviembre, Biden necesitaría un fraude mucho mayor que el de 2020
También ha colocado a la Unión Europea en un estado de sometimiento colonial ante Washington y ha roto todo posible vínculo de ésta con Rusia, es decir, ha abortado el despegue de Europa como gran potencia mundial. Por no hablar de los miles de millones de dólares que América va a exigir a Europa que gaste en reponer sus arsenales frente a la “amenaza” moscovita. Armamento, por supuesto, made in USA. En realidad, Biden ha ganado la guerra que más importa, la de Estados Unidos contra Europa. Y eso no se le reconoce porque está perdiendo la guerra que menos le interesa, la de la carne de cañón ucraniana contra Rusia. Tiene motivos el corrupto matusalén yanqui para estar irritado y perder la compostura. Está rodeado de desagradecidos. Como afirmaba Edgar en la tragedia del rey Lear: “Reason is madness”. Lear-Biden vive sus postrimerías en el páramo del delirio mientras sus herederos acarician la empuñadura de las dagas.
Los mejores momentos de la demencia de Lear-Biden