“Pues a mí no me gustan nada estas sillas”. “¡Qué feas!” “¡Menuda chorrada!” “¡Para desternillarse, oiga!” “O para llorar”… Así dicen todos (toda la gente decente, quiero decir). Pero ahí se acaba todo —y ahí empieza el drama. Porque el drama, lo verdaderamente angustiante, no está entre quienes destruyen el arte, asesinan la belleza. ¿Qué angustia pueden éstos despertar? Sólo la de no tener bastante fuerza para acabar con tanta impostura (cerrando por ejemplo ARCO, ni que decir tiene). Lo realmente inquietante no son ellos, sino quienes ven estas sillas y, haciendo una mueca, exclaman: “¡Uy, qué feo!”… pero nada más. Lo que de verdad es inquietante es toda esta gente (¿usted mismo, tal vez?) que detesta sinceramente semejante inmundicia, pero jamás se lanzaría a la calle para acabar con toda la mucha que nos ahoga.
Porque no les ahoga: éste es el problema. Sólo les molesta. Porque les parece que la degeneración del arte está muy mal, sí…, pero tampoco es lo esencial, ¡vamos a ver! La gente decente está convencida de que, por más que se acabe el arte, tampoco se acaba el mundo; cree que hay cosas infinitamente más importantes contra las que sublevarse, cosas que realmente ahogan. Como el paro, por ejemplo, o los precios de la vivienda, o el separatismo que aniquila a España, o la destrucción de la naturaleza, o la estupidez de la publicidad, o todo este ingente Supermercado en que se ha convertido el mundo… Males obvios, grandiosos (¿los negaré yo, que no hago otra cosa que denunciarlos?), males derivados en últimas de la misma causa de la que arranca la muerte de la belleza; pero males al lado de los cuales la destrucción del arte, la liquidación de toda gran cultura, no estremece el corazón, no arranca la indignación, la ira, la rabia de nadie. Sólo ese rechazo: “¡Uy, qué feo!”.
¿Por qué? ¿Por qué ninguna persona decente mueve un dedo (o casi: pienso, por ejemplo, en Fernando Sánchez Dragó y otros amigos con quienes nos manifestamos una vez contra el “Cubo” de Moneo)? ¿Por qué nadie mueve un dedo? Por la sencilla razón de que todo esto “son cosas de intelectuales y artistas”, se cree… Porque el arte y la cultura están muy bien, ¡oh, sí!, ¡es tan bonito!…, pero lo que hace vivir —piensa la gente decente— no es el arte o la cultura —salvo si ésta aporta saberes técnicos.
Principio primero del mundo moderno: ni el arte ni la cultura son fundamento de la vida, pilar del mundo. Sólo constituyen su adorno, su embellecimiento —exquisitos, excelsos, eso sí. Todos —derechas, izquierdas, curas, comecuras, ateos, creyentes, agnósticos, gentes de orden, gentes de desorden, dogmáticos, demócratas, conservadores, socialistas, liberales, indiferentes…— todos se llenan la boca proclamando la grandeza del arte y la cultura. Quieren decir: la grandeza “estética” del arte; la grandeza “intelectual” de la cultura: estas cosas que, emplazadas ahí, en una franja dorada de la sociedad, nadie considera que estén o deban estar clavadas en su corazón mismo.
Nietzsche (Heidegger también) es uno de los pocos que las ve clavadas ahí, en el ser más hondo de las cosas. “Tenemos el arte —dice— para no perecer a causa de la verdad.” ¿Qué “verdad” es la que nos hace perecer? La pretendida verdad de la ciencia, de la razón (o, desde otro punto de vista, de la religión). No sus verdades puntuales, concretas: su pretensión, en cambio, a la Gran Verdad; su convencimiento de que el mundo está fundado en Razón (o en Revelación). Lo que nos hace perecer es la idea del mundo como esa intrincada pero implacable telaraña de causas y efectos que, emanando de un Principio primero, da causa y razón de todo cuanto es.
Sucede todo lo contrario con el arte (hablo del arte: no de la basura). El arte no busca ninguna Causa última, ningún Fundamento, Razón o Revelación. El arte deja que, entrecruzándose sensaciones, entreverándose emociones, las cosas fluyan, se manifiesten en todo su lujurioso aparecer… ¿En su “aparecer”? ¿En su apariencia, pues, inmediata y superficial? No, todo lo contrario. Nada tiene que ver el arte con la apariencia anodina, fútil, de las cosas. Si algo no es el arte —si algo no era…—, es superficial, frívolo, vano. La hondura constituye, por el contrario, su estremecida ley. Toda su grandeza, en últimas, consiste en mostrarnos a la vez, entrelazadas, la apariencia y el trasfondo mismo de las cosas.
Pero ¿cómo explicarlo? ¿Qué pueden decir las palabras, si alguien se planta ante Las Meninas, ante el Partenón, ante el David de Miguel Ángel; si alguien escucha la Novena de Beethoven; si alguien lee la Ilíada… y sólo siente un exquisito “placer estético”? ¿Qué hacer si, ante el impacto de la “belleza” (llamémosla así), si ante ese puñetazo que te asesta ahí, en medio del corazón, la cabeza y el vientre, alguien no se estremece, no siente que todo —todo lo esencial— se encuentra de pronto ahí, como condensado en su esencia misma… y como escabulléndose, sin embargo, sin cesar? Todo: dichas y desdichas, vida y muerte, luces y sombras; todo el sentido y el sinsentido de esa embriagadora tarea de hombres —sólo a nosotros está dada— consistente en existir cara a la muerte.
El arte: lo que infunde aliento y fuerza a la vida, lo que hace que ésta no se reduzca a un biológico vegetar. Y nosotros, ¡maldita sea!, precisamente nosotros que, para vivir, tenemos más necesidad del arte que nadie; nosotros que —muerto Dios— somos los primeros que, desde hace dos mil años, podríamos volver a vivir embriagados con grandeza cara a la muerte; nosotros que, caídos los velos, sólo tenemos el arte y la grandeza de nuestra estirpe para no diluirnos en la nada…, ahí estamos: tan desgraciados, que no se nos ocurre mejor cosa que repudiar la idea misma de estirpe, devastar toda grandeza, aniquilar el menor hálito de belleza… (O regodearnos “estéticamente” en la belleza muerta, enterrada en museos, del pasado: hoy ya no queda otra.)
Ahí estamos nosotros, los primeros hombres (¿tenemos aún derecho a llamarnos “hombres”?) que en el lugar de la belleza —dejémonos de eufemismos— colocamos…
la mierda. Jamás nadie había perpetrado nada igual. Jamás: desde que hace unos quince mil años, allá en las cuevas del Paleolítico, empezó la gran aventura. Pudo haber períodos, es cierto, en que la gran llama creadora de Occidente menguó considerablemente: pero a nadie, ni en Occidente ni en Oriente, se le ocurrió jamás destrozar expresa, sistemática, empecinadamente el arte. ¿Se entiende ahora que las mamarrachadas expuestas en ARCO o donde sea no constituyen en absoluto un asunto de “belleza” o “fealdad”? ¿Se entiende ahora que constituyen un asunto de vida o muerte?
Cuando ésta acecha (pero sólo ocurre con la muerte que amenaza al cuerpo), la policía suele tomar cartas en el asunto, cerrar las guaridas de los criminales, impedir que éstos perpetren sus fechorías. Ni en sueños (salvo en caso de negociar la rendición ante ciertos terroristas) se les ocurre a las autoridades subvencionar sus crímenes. Con los asesinos de los que aquí hablamos —los del arte— sucede, sin embargo, exactamente todo lo contrario. Ni siquiera la gente decente los considera tales.