'Saudade' de Portugal

Compartir en:

NO podía ser de otro sitio. Y sin embargo tiene complicada traducción. No es anhelo, porque no es deseo perentorio. Tampoco es nostalgia, porque saudade puede ser de algo que aún no se posee o que solo se intuye. Es la añoranza de algo no necesariamente conocido, y siempre de una manera sosegada. El caso es que en estos días gallegos junto al Miño, baratos, discretos, como debe ser toda felicidad que se precie, he tomado el tren y bajado en poco más de una hora a Barcelos. De entrada, el impensado regalo proustiano de mi infancia ferroviaria recuperada. Lento, para apreciar bien el paisaje, con el tantán-tantán de los boguies, y sus retrasos incluidos en el precio del billete… ¡Qué lujo! Maizales, viñas, casas de granito y cal, espurreadas en un habitat compacto y vivible. Un país que hubiera sido más cortito si el sabio pero torpe Alfonso X no les regala el Algarve, que era de Castilla. Un país bien construido, sólido en sus edificios. Habitantes serios, a veces demasiado. Sobre todo con nosotros. Con los ingleses se pasan de obsequiosos. Ya el gran historiador Oliveira Martins, sobre la Guerra de la Independencia se lamentaba de que "éramos a bestia de carga, a mula dos ingleses". Inglaterra, desde 1373 teórica aliada pero en realidad gran matrona y dogal del país vecino. Todavía pagando el impuesto revolucionario por la ayuda del largo arco inglés en Aljubarrota. Con los británicos tiene Portugal su particular síndrome de Estocolmo. Perdió, o quizá no, la independencia con Felipe II, que tenía todo el derecho al trono, cual consiguió gracias a la impagable labor del gran lusohispano que fue don Cristóbal de Moura. Góngora le dedicó un soneto. Se conocieron. ¡Quién hubiera podido oír sus charlas! Más tarde, respecto a nosotros, " De España, ni bon vento ni bon casamento" Comprensible, quizá. Pero ¿fue en realidad así? La unión de las dos coronas, anhelada por mutuos reyes renacentistas, llegó con Felipe, y con absoluto respeto a las instituciones de cada lado. Mas con ello la unión de dos desmesurados imperios. No busquen más. Era demasiado para británicos y galos, que no dejaron de conspirar antes, en medio y después de la unificación para malquistar tan opulento matrimonio geográfico. ¡Ah, el tentador Imperio colonial! Y llegó el fin del poder hispano desde el avispero de Flandes, y Portugal se resintió de levas de sus hombres para una guerra ajena y absurda, y la garduña inglesa y el gallito francés no perdieron tiempo en soliviantar lo que la incompetencia nuestra había provocado. Y así, de espaladas, "de costas", que dicen ellos, casi hasta ahora. Miro el sosegado Miño entre verdores, y cuesta creer que sea la frontera más antigua del mundo. Ocho siglos y pico. Ninguna otra en Europa tan vieja. Ni mucho menos. Y del resto del mundo no digamos. Pero luego se va Duero abajo desde España, y ese río, que ignora la historia de los humanos, sigue dando un vino exquisito llámese Ribera del Duero o Douro, por más que hacia Oporto se haga más dulce. Pero ojo, prueben el que llaman Extra Dry White, "branco muito seco". Asombroso.

Pero no hablemos de vinos. O sí, ¿por qué no hablar de un producto tan viejo como la civilización europea y que ha unido a los pueblos y a las gentes mucho más de lo que sus abstemios detractores predican? Los españoles que van a Portugal suelen saber que los vinos portugueses son excelentes, y que la gastronomía puede ser magnífica, sobre todo en carnes y pescados hechos a la brasa, al carvao, que llaman ellos.

© Diario de Sevilla

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar