Como nunca he estado en Japón, tal vez no me encuentre en las mejores condiciones para opinar sobre si las sociedades occidentales deberían parecerse un poco más, o no, a la del país nipón. Sin embargo, intentaré ofrecer algunas ideas útiles al respecto.
Sin duda, Japón posee algunas características loables en las que bien podríamos inspirarnos. Como en Singapur y otros países de Extremo Oriente, la herencia espiritual de raíces budistas, confucianas y sintoístas impregna las relaciones sociales y dota al país de un fuerte sentido comunitario. El orden, la limpieza, el civismo, la cortesía, el espíritu de grupo, el respeto a los ancianos, el sentido del deber: todo ello podríamos aprenderlo de los japoneses.
Ahora bien: aunque esto sea así y haya sido reivindicado en su momento por autores como Francis Fukuyama frente al individualismo disolvente de las modernas sociedades occidentales, no creo que Japón pueda considerarse globalmente como un modelo a seguir. Un análisis más completo del universo japonés nos revela los contornos de un país en crisis. La hecatombe demográfica constituye un síntoma más que preocupante. La enorme cantidad de hombres jóvenes y de mediana edad solteros contra su voluntad, el colapso sin precedentes de las relaciones entre los sexos, el desarrollo asombroso de la industria pornográfica y de los juguetes y muñecas sexuales para atender las frustraciones de unos varones tristemente solitarios. Nada de esto nos habla de una sociedad sana e inspiradora. Tampoco lo hacen la altísima tasa de suicidios ni la fuerza arrolladora de la cultura “otaku” entre unos adolescentes cada vez más ensimismados y enclaustrados en el universo virtual.
Japón no es una sociedad monocorde y unívoca –ninguna lo es–, de modo que presenta ante nosotros un poliedro con distintas facetas, unas positivas y otras negativas. Sin duda, y como decíamos más arriba, existen elementos que podríamos imitar. Lo mismo podría decirse, por cierto, respecto a Hungría o Polonia, ejemplos clásicos de un “funesto iliberalismo” para los medios progresistas occidentales. La guerra abierta de Viktor Orban contra la Universidad de George Soros en Budapest –hoy ya trasladada a Viena– constituye un buen símbolo de esta pugna, igual que el empeño del lobby LGTB occidental por conseguir un Día del Orgullo Gay en Moscú.
Un examen atento de la realidad húngara o polaca nos descubriría, a buen seguro –igual que pasa en el caso japonés–, algunos aspectos admirables y dignos de imitación. Y, sin embargo, sigue siendo válida aquí la oportuna crítica formulada en su momento por Carl Gustav Jung a quienes, en la década de 1950, creían ver en Oriente la solución para la tremenda crisis del espíritu de Occidente: cualquier tradición debe encontrar dentro de sí misma –y no en tradiciones foráneas– los recursos para sanar sus desequilibrios y enfermedades. En 1970 aún era posible irse en furgoneta a Katmandú pensando que ahí estaría la clave para salir de todos nuestros laberintos. Hoy, el símbolo del yin y el yang forma parte más que aceptada de nuestro supermercado iconológico, pero seguimos empantanados en la misma ciénaga.
Así que Jung tenía razón: podemos admirar el civismo japonés o el patriotismo húngaro, pero ni Japón ni Hungría van a resolver nuestros problemas de identidad. El problema lo tenemos nosotros y sólo podemos resolverlo nosotros.
Y, ¿cómo? La respuesta es compleja, no fácilmente resumible; pero, para empezar, exigiría –creo– un atento estudio de ciertas figuras públicas de la reciente tradición europea, en cuya vida y obra pueden esconderse valiosos instrumentos para superar la crisis que hoy nos aqueja. Mencionaremos aquí sólo algunos nombres para dar una idea de la atmósfera espiritual e intelectual en la que estamos pensando: Hermann Hesse, Ernst Jünger y Otto de Habsburgo.
Sin duda, podemos estudiar a Japón y extraer de los japoneses útiles enseñanzas; pero no tendría sentido pretender parecernos a ellos. Parezcámonos, más bien, a nosotros mismos. A quienes hemos sido y hoy hemos dejado de ser. Al pasado no se vuelve, pero puede actualizarse para transmutarse en un nuevo futuro.
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