Le ruego al lector que me perdone, pero es que el tal Bergoglio va provocando y uno no puede dejar de protestar contra los desafueros de este clérigo desvergonzado, aunque sea en mi modesta condición de voz que clama en el desierto.
Leo en La Vanguardia del 13 de octubre que Bergoglio lamenta que la evangelización haya impuesto un solo modelo cultural y que siente muchísimo que el cristianismo se predicase a golpe de bayoneta. Teniendo en cuenta las circunstancias de la fecha, las polémicas del momento y la índole aviesa del Gran Timonel del marxismo eclesiástico, no cabe duda de que este jesuítico lanzazo está clavado en el cadáver de España, país al que tanto él como su orden distinguen con una personalísima aversión. Y esto, quizás, es lo que más me asombra en el caso de este cura: los jesuitas son hipócritas, taimados, casuistas, conspiratorios, codiciosos, implacables, clasistas (antes confesores de los príncipes, ahora tribunos de la plebe) y vengativos; pero también inteligentes y cultos. Su formación académica siempre ha sido de gran calidad en cuanto a los contenidos, no en cuanto al carácter moral impuesto a sus discípulos, y su saber no es objeto de discusión. Desde Matteo Ricci a Teilhard de Chardin, desde Gracián al divertido y olvidado padre Isla, los jesuitas han sido gente de talento, de discreción y de ingenio. Todavía en tiempos recientes hemos podido disfrutar de la erudición de Zubiri, de Tellechea Idígoras o de Ferrer Benimeli, o admirar la maldad de Xabier Arzalluz. Lo que nunca había dado la Compañía de Jesús era analfabetos funcionales, al menos en los puestos de responsabilidad. Ahora que el Papa Negro manda en los Palacios Vaticanos, convendría que espabilara un poco a su atolondrado gólem pontificio, porque no hace más que dispararse tiros en el pie.
Yo no sé si a este Bergoglio lo tenían los jesuitas de Buenos Aires de celador del colegio o de conductor del autobús escolar, lo que está claro es que no era el más listo de los kostkas. Pero, por uno de esos designios de la cólera divina que no está en nuestras manos interpretar, acabó mitrándose de obispazo en la sede porteña, empurpurándose de príncipe de la Iglesia y encaramándose a la cátedra que un día adornaron la elegancia patricia de Pío XII y la energía indomable de Pío Nono. Dios aprieta y también, por lo que parece, ahoga. Temer al Señor es signo de sabiduría. Pero la Iglesia postconciliar ha confundido al Dios de los Ejércitos con un Papá Noel abrahámico y vaya si lo está pagando. Bergoglio era su justo castigo, la inevitable retribución, la última gota del cáliz que había que apurar. ¿Elí, Elí, lemá sabactaní?
Gente todavía queda en la Iglesia de Roma que le puede recordar a este ignoramus que las culturas indígenas en América quedaron preservadas en lo esencial gracias a las reducciones que los reyes de España otorgaron a las órdenes religiosas, creadas para que mantuvieran en ellas a los indios al margen de los pecados de la hueste española, que no eran pocos. Las más famosas fueron las del Paraguay, el imperio jesuítico de Leopoldo Lugones, escritor que merece más honores de los que recibe. Búsquese a los primeros redactores de gramáticas indígenas, se encontrará el lector a los incansables misioneros españoles, que no sólo conservaron esas lenguas, sino que edificaron primorosas iglesias, útiles calzadas y sorprendentes acueductos, cuyas ruinas aún se pueden ver en la república mexicana. Cuando España pierde sus provincias de Ultramar, las lenguas indígenas estaban en pleno auge y se hablaban en toda la extensión de sus virreinatos. Pero ¿le suenan de algo a Bergoglio fray Toribio Motolinía, Bernardino de Sahagún, fray Alfonso de Molina, Vasco de Quiroga, Juan de Zumárraga o Pedro de Gante? Este maestro Ciruelo encaramado al solio pontificio debería tener los conocimientos mínimos —como clérigo, como jesuita y como americano— para saber que la Corona española vio siempre con muy buenos ojos que se evangelizara a los indios en su propio idioma y que se confeccionasen artes (es decir, gramáticas) de sus lenguas y, además, no faltan reales cédulas sobre el tema. Y sobre la presunta destrucción de las culturas indígenas, baste con imaginar a aquellos pocos frailes solos en medio de una muchedumbre de aztecas, intentando desterrar la hoy encomiable costumbre del sacrificio humano o de la adoración a los ídolos. ¿Qué diálogo cultural cabía allí? ¿Se podía combinar el dulce culto de Nuestra Señora con la degollina y el despellejamiento de indígenas? Además, cualquiera que viera un teocalli azteca lleno de sangre, de cabezas cortadas y de pieles humanas sentiría la necesidad inmediata de derribarlo. O al menos así fue en el Occidente cristiano hasta que aparecieron los universitarios yanquis y los antropólogos jesuitas.
¿Cuándo fue despojado el indio americano? En el norte del continente con la llegada del 'Mayflower'
¿Cuándo fue despojado el indio americano? En el norte del continente con la llegada del Mayflower. Eso sí, nadie protesta porque se celebre el Día de Acción de Gracias, pese a que los nativos americanos no se ven por las calles de Estados Unidos con la misma frecuencia que en las de la antigua América española. En los virreinatos de Ultramar, eso empezó con la independencia, cuando fueron repartidas las tierras de la Iglesia con sus reducciones de indios entre los criollos antiespañoles, esos a los que Bergoglio tanto alaba. ¿Y las lenguas? Fueron las nuevas repúblicas las que extendieron nuestra maligna habla entre los indios, no los virreyes y obispos, que las consideraban una saludable barrera frente a la pecaminosa influencia hispana. Bergoglio, pese a las apariencias, no es un defensor de los hispanoamericanos, es un agente de los gringos, no sé si por su invencible ignorancia o por su interesada y pecadora sumisión a la élite anglosajona y calvinista. Si algo une a todos los pueblos de ese continente es la herencia española. Maldecirla es dividir a la gran casa contra sí misma. Este clérigo zascandil nunca muestra mejor su verdadero rostro que cuando suelta sus insidias contra una España que, en los siglos XVI y XVII, no sólo era este triste rabo de Europa por desollar, sino la inmensa y poderosa Nueva España de sor Juana Inés de la Cruz, y Carlos de Sigüenza y Góngora, o el Nápoles de Marino y Ribera: una civilización aparte, católica, gloriosa, barroca y diversa, mucho más que esa globalización presbiteriana y malaje que propone y defiende Bergoglio.
Por cierto:
¿Cuándo pedirá perdón la Iglesia a los romanos, celtíberos, germanos y helenos por haberse cargado su cultura?
¿cuándo pedirá perdón la Iglesia, ya que en ello anda, a los romanos, celtíberos, germanos y helenos por haberse cargado su cultura? ¿Entonará Bergoglio su mea culpa ante los dóricos fustes del Partenón? ¿Volverá a plantar la encina que taló san Bonifacio? ¿Hará un acto ecuménico con los representantes del paganismo europeo —que los hay— en el Coliseo, lugar perfectamente asimilable a un templo azteca, aunque más higiénico? Esperamos ansiosos las noticias de L’Osservatore Romano.
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