Jorge Bergoglio ha vuelto a hacer de las suyas, como no podía ser menos. Supongo que de todos será conocido el Motu Proprio por el cual el arrendatario del trono de San Pedro ha renegado del reconocimiento de la liturgia tradicional en latín para imponer, prácticamente sin alternativa posible, las guitarritas, los juntoscomohermanos y los mítines liberacionistas en las parroquias. Nada nuevo. Lo sorprendente es que lo haya hecho tan tarde. Roma digiere con lentitud. ¿Qué se podía esperar de un jesuita? Tampoco importa mucho; dada la audiencia decreciente de sus performances litúrgicas, la iglesia romana será dentro de poco una multinacional especializada en bodas, bautizos y comuniones. Contaban de León XIII que, al escuchar el discurso ultramontano del embajador español ante la corte papal, se acercó a uno de sus camarlengos y le susurró: “¿Éste se lo cree o está al tanto del secreto?”. Roma ha vivido, y muy bien, de los que se lo creen, pero los que están en el secreto ya son demasiados y el prestigio milenario del que gozaba el clero hasta hace medio siglo ya no existe.
Bergoglio es fiel al espíritu de Roma y de la Curia, que es el del Vaticano II: adaptarse al poder, sobrevivir bajo cualquier circunstancia, intentar acumular el mayor número de equis en las declaraciones de la Renta y de privilegios en el mundo (aquel del que Cristo y Pablo decían que había que huir). Y el ritual es un instrumento de ese poder, el mismo que exige de la Iglesia un bajo perfil político (es decir, sumisión al Nuevo Orden Mundial) y una línea de activismo que la convierta en una ONG, en la más potente de las organizaciones progresistas del planeta, en una izquierda sagrada que bendiga el maltusianismo salvaje de los Gates, Soros y compañía. Socialdemocracia y catolicismo coinciden cada vez más, a medida que el sueño de un solo pastor y un solo rebaño planetario se acerca. El ambiente de la Curia de Bergoglio no es muy diferente del que reinó en tiempos de Marozia,[1] sólo que lo que antes eran depravaciones y escándalos de faldas de los pontífices, ahora son tendencias colectivas, políticas, sociales. Los españoles hemos visto como “nuestros” obispos han condenado con suavidad, casi pidiendo perdón, la ley de eutanasia y se han rendido ante el separatismo catalán. España, la luz de Trento y el martillo de herejes, ha sido tirada al cubo de la basura por los obispos apátridas y renegados de la Conferencia Episcopal, ese sanedrín donde Caifás encontraría a sus pares. Jamás la sociedad española, desde el punto de vista moral católico, ha estado más degradada en sus costumbres, más corrompida, más entregada a la disolución de los elementos esenciales de lo que a los bachilleres de antaño nos decían que era el orden social cristiano: la familia, la patria, el bien común, la garantía de continuidad en la procreación y crianza de las generaciones futuras. Con este panorama, ¿qué importa la minucia de que un par de curas canten misa ad orientem? Pues ése parece ser el problema que atribula a Bergoglio, no el rumbo de una sociedad en la que el término satanismo se queda corto para definirla.
Si nos fijamos en la historia de la verdadera Iglesia de Cristo, los cambios litúrgicos han sido escasos y muy polémicos, como sucedió con la reforma del Patriarca Nikon en Rusia en el siglo XVII, que motivó el Raskol, el cisma de los Viejos Creyentes. Las iglesias orientales apenas han modificado su escenografía porque lo esencial de la liturgia es reproducir un misterio y adorar a Dios. Y los misterios no se explican, suceden; se admiten o no, nos sobrecogen o nos dejan indiferentes, pero nunca se pueden acercar a la comprensión del vulgo porque su propia naturaleza lo impide y porque no pueden ser abarcados por la limitada mente del hombre.
No nos engañemos, toda esta sequedad del alma viene de Tomás de Aquino y del racionalismo escolástico
En todas las religiones el misterio se representa de forma tradicional, anticuada, incomprensible. Sólo en la muy intelectualista iglesia de Roma (no nos engañemos, toda esta sequedad del alma viene de Tomás de Aquino y del racionalismo escolástico) se hacen adaptaciones, aggiornamenti, para reducir lo irreductible en una ñoña catequesis progre ad usum delphini. ¿Por qué? Porque Roma es la menos espiritual de las cofradías religiosas de la tierra. De hecho, la mayor parte del clero, con muy honrosas excepciones, da la impresión de ser un club de saduceos a los que sólo les importa el escaso cepillo de sus vacías iglesias. Una fe digna de tal nombre mantiene íntegros sus viejos ritos, no creo que haga falta hablar de la fidelidad a ellos de ortodoxos, musulmanes, hindúes, budistas o sintoístas. La religión de verdad es esencialmente culto. Véase nuestra Semana Santa, el último resto que sobrevive de la fe española y que durará más que el tinglado romano. Miles de occidentales hacen meditación vipassana, yoga tántrico o practican el zen. Buscan fuera de la tradición cristiana algo que se les niega en Roma: su alma y su expresión mediante el rito, que también es una forma de disciplina corporal y mental: exige atención, cuidado, pureza. El éxito de la New Age y su espiritualidad de baratillo se fundamenta en la incapacidad del catolicismo postconciliar para dar una respuesta a los anhelos del hombre ante los últimos misterios de su vida, lo que en el pasado se lograba a través del ritual, de la la liturgia, de la fe, de la creencia, de la adoración. Este hundimiento del poder espiritual de Roma nació con el Vaticano II, pero viene de muy lejos y quizá sea la única tradición verdadera del catolicismo, su afán institucional, jurídico y político por conciliarse con el mundo. En los años sesenta, los padres conciliares asumieron las ideologías de izquierdas al adivinar (la Curia es sabia, tanto por vieja como por diabla) que se apoderarían de Occidente. Y de eso se trata, de seguir siendo influyentes, aunque acaben quedándose solos en sus inmensos templos vacíos, sacerdotes de oro con almas de cemento.
[1] Marozia, noble romana también conocida como Mariozza, era hija de Teodora y del senador romano Teofilacto I, aunque otras fuentes afirman que su verdadero padre fue el papa Juan X. (N. de la R.)
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