Hasta mediados del siglo XX, a Colón se le consideraba el símbolo de la civilización europea, el hombre que por su iniciativa, su espíritu de aventura, su saber humanista, su misticismo de cruzado y su erudición geográfica había conseguido ensanchar el mundo, descubrir un nuevo continente y disipar unos miedos irracionales al Océano Tenebroso que venían seguramente del tiempo de los fenicios. Colón era el progreso, la ciencia, la autonomía de la razón, la fuerza del individuo excepcional que se impone a su sociedad. Países, ciudades, regiones, calles y colegios llevaron su nombre. Aquel genovés medio visionario y medio negociante representaba los que se consideraban los mejores valores del hombre occidental: echarse al mar en pos de un anhelo y arriesgar la vida en ello.
Tuvieron que llegar los señoritos rojos de las universidades americanas para renegar de su padre Colón y escupir sobre su tumba
Tuvieron que llegar los señoritos rojos de las universidades americanas, herederos y beneficiarios directos de la obra de Colón, para renegar de su padre, escupir sobre su tumba y alentar a los salvajes que hoy le infaman, le maldicen y le insultan. Como pasa con el pescado, las civilizaciones se pudren por la cabeza.
El que hasta hace nada era el símbolo por excelencia, junto con Newton y Leonardo, de la progresista civilización de Occidente hoy es un apestado cuya memoria exorciza la peor escoria del planeta. Que el presidente títere de los Estados Unidos pida perdón por los crímenes de los exploradores “europeos” puede entenderse: es puro cálculo electoral de un partido que se sustenta en la dictadura de las minorías y que es el enemigo declarado de la clase media blanca. No hace sino proclamar oficialmente la maldad ontológica que el progresismo actual atribuye al hombre europeo y cristiano, elemento a extinguir en el mundo feliz que nos prepara la oligarquía multicultural.
La tiranía del 'melting pot', ese guisote sin sabor, sin olor y sin nutrientes
La tiranía del melting pot, ese guisote sin sabor, sin olor y sin nutrientes, excluye todo lo que tenga que ver con la herencia europea. Los Estados Unidos, y tras ellos el resto de América, inician una deriva que los llevará de vuelta a los teocallis aztecas. Ya están en ello con todos los siniestros rituales de la cultura de la muerte que financian, aprueban, fomentan y ejecutan los plutócratas maltusianos a través de sus agentes de la izquierda caviar. Que, en los últimos años, la tiranía caníbal y totalitaria de los aztecas se haya convertido en el modelo ideal de gobierno, en la utopía de las izquierdas burguesas, tiene mucho que ver con ese espíritu que anima a las agendas de la ONU y de los multimillonarios que la han comprado.
El odio del jesuita Bergoglio
Hasta ahí podemos indignarnos, pero no asombrarnos. El odio a nuestra civilización nació en la misma Europa con Rousseau, Raynal y Bernardin de Saint–Pierre, y ha seguido con Bakunin, Foucault y todos los delirios del hembrismo, la superstición de género y el revival imbécil del Buen Salvaje. Es lógico que a Occidente —aprisionado por el poder de una plutocracia inmigracionista, que necesita importar mano de obra barata por millones a Europa— se le implante un sentimiento de culpa, primero, y de odio, después, hacia algo que ya ha condenado a desaparecer la élite mundial: a nosotros y a nuestra herencia. Respecto a Europa y su cultura, la plutocracia planetaria es claramente extincionista, porque los europeos somos caros, conflictivos y todavía nos queda una conciencia, cada vez más desdibujada, de ser miembros de naciones que se autodeterminan con la soberanía, palabra maldita en el escenario mundial, tanto o más que procrear, Dios, patria, alma, paternidad, familia, identidad o tradición.
Lo que, sin embargo, desconcierta al observador de este aquelarre terminal de la civilización europea es la actitud del jesuita Bergoglio hacia estos fenómenos, la cual llega al extremo de condenar a aquellos hombres gracias a los cuales América es el principal vivero del catolicismo.
El transeúnte de la Cátedra de San Pedro se ha pasado a las filas de los adoradores de Huitzilopochtli y Mammón con mitra, estola, báculo y dalmática
El transeúnte de la Cátedra de San Pedro se ha pasado a las filas de los adoradores de Huitzilopochtli y Mammón con mitra, estola, báculo y dalmática. Cualquier día lo veremos en lo alto de un altar neoazteca, vestido de pontifical y bendiciendo en nahuatl el sacrificio de cautivos europeos mientras reparte hisopazos de agua bendita a los adoradores de la Serpiente Emplumada. No se me ocurre mejor remate para el ecumenismo conciliar. Bromas aparte, cuando el jefe del tinglado romano reniega de los conquistadores, evangelizadores y misioneros españoles, cuando nombra a la Virgen de Guadalupe (cuya advocación sola se alaba) como símbolo indígena, cuando condena a fray Juan de Zumárraga, a Fray Toribio Motolinía y a los soldados, virreyes y monarcas que no dudaron en sacrificar sus propios intereses, vidas y fortunas para propagar la devoción hacia esa y otras vírgenes de nombres españolísimos; cuando todo ello suce, los que todavía conocemos algo de nuestra historia sólo podemos darle la espalda al hispanofóbico holding pontificio, no volver a pisar una iglesia y no poner la equis en esa casilla de la declaración de Hacienda que tanto valoran los curas rojos, independentistas e indigenistas de nuestras diócesis. Roma ya le ha chupado demasiada sangre y demasiado oro a España. Yo hace un par de años que no la pongo, desde que, con el nihil obstat de la Conferencia Episcopal “Española”, se profanó la tumba del Caudillo que les salvó las vidas y les restauró los templos. Caiga la equis donde caiga, el dinero que el fisco me roba irá a parar a la izquierda.
¿Por qué Roma reniega de España y de su obra? En primer lugar, no hay que olvidar la evidente ojeriza personal que Bergoglio le tiene a España, vieja tradición entre los inquilinos del Vaticano, aunque los dos pontificados previos a esto que hay ahora habían sido todo lo contrario. A los que tengan cierta edad les sonarán las simpatías etarras de la Curia en tiempos de Pablo VI. Ni para qué hablar de la amenaza de excomunión con que fueron obsequiados los muy católicos y devotos Carlos V y Felipe II, a quienes los saduceos romanos deben la mayor parte de su actual clientela. No podemos pasar por alto que la Hija Primogénita de la Iglesia es Francia, prolífica guillotinadora de curas, pionera de laicismo militante y ahora parte de Dar al Islam. España es la hija no querida, la segundona que trae dinero a casa y nunca protesta; la resignada chacha para todo que friega, lava y limpia la mansión de la madrastra, como la Cenicienta de antes, la de verdad. Pero, además, Bergoglio es jesuita, forma parte de una orden que ha convertido a Cristo en un Marx de catequesis, en un Che Guevara de sacristía, en un cuate de Maduro, en un miembro más del Comité Central del bolivarismo militante. Los jesuitas son la punta de lanza del marxismo indigenista en el continente americano y, por lo tanto, enemigos de todo lo que representa la obra de España, de la que la propia Compañía de Jesús es hija. Como ya vio con meridiana claridad Dostoievskii hace más de un siglo,
Como ya vio Dostoievski, catolicismo y socialismo están llamados a converger en un proyecto teocrático común
catolicismo y socialismo están llamados a converger, a unirse, en un proyecto teocrático común, en una vuelta a las reducciones jesuiticas del Paraguay, modelo de toda utopía colectivista indígena. Ese es el rumbo que sigue la iglesia en la antigua América hispana, el que le permitirá regir a las masas con la ayuda de las izquierdas indigenistas a las que legitima.
Por el origen de la mayoría de sus fieles, por la evidente apostasía e islamización de Europa Occidental, por los intereses geopolíticos que la ayudarán a seguir siendo un poder mundial, lo que siempre fue desde la reforma gregoriana, Roma necesita desprenderse de su origen europeo, algo que parece imposible dados los duros hechos geográficos e históricos, pero que el mandato de Bergoglio está logrando. La deserción de Roma nos deja huérfanos. El poder espiritual que contribuyó a la edificación de Occidente se ha pasado al enemigo. Es como si Pío V se hubiese aliado en Lepanto a los turcos o como si Urbano VI hubiera combatido a los cruzados. Roma nos abandona inermes ante una crisis que puede llevar al final de la civilización europea. Final que ella bendice. Recordemos que todos los que han tratado de evitar la deriva extincionista de Bruselas o de la ONU han sido condenados por Roma y sus obispos.
En una cosa tienen razón los mandamases de la élite, con o sin mitra: ni Colón, ni Cortés, ni Elcano, ni Orellana son héroes para nuestro tiempo. Ni los merecemos ni estamos a su altura. Mal acabará una civilización que escupe sobre la tumba de sus héroes. Se lo merece.
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