Estación de Atocha, Madrid. Montaje efectuado por la asociación Mujer Inclusiva, afin a Podemos, y subvencionada por el Ministerio de Igualdad, de Irene Montero.

Sobre la opresión

En Afganistán, Irene Montero no sería ministro de nada, ni siquiera “ministra”, y lo más probable es que fuera una analfabeta literal, no funcional, envuelta en un Burka.

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Supongo al lector enterado de cómo igualó la ministro de Igualdad la opresión de las mujeres en Afganistán y en España. No se quedó ahí, sino que tuvo el cuajo de afirmar que todas las culturas oprimen a las mujeres y de que ya es hora de que acabemos con el patriarcado. La primera consideración que se le ocurre a cualquier hijo de vecino es que, en Afganistán, Irene Montero no sería ministro de nada, ni siquiera “ministra”, y que lo más probable es que fuera una analfabeta literal, no funcional, envuelta en un burka y sin el menor derecho civil, salvo el de casarse, cuidar la casa y tener hijos. No seré yo tan supremacista y eurocéntrico como para discutir la bondad y el buen juicio de las costumbres wahabíes. Sin duda, es una cuestión de matices lo que diferencia la opresión de las españolas frente a las afganas, minucias que, como podemos observar, apenas pueden diferenciar la situación de la mujer en los dos países. Hablaba la sultana de Galapagar del número intolerable de asesinatos de mujeres en nuestro país, y tiene razón la Begum Irene, aunque sólo se tratase de uno. Pero comparar esa lacra con las lapidaciones, azotes y ocultación de las mujeres no sólo en el Afganistán de los talibanes, sino en Arabia Saudí, Sudán y en casi todos los países donde la Sharia impera como código supremo, no parece muy adecuado ni proporcional. Salga Lalla Montero a la calle y compruebe si la española es invisible, si no puede ejercer cualquier tipo de trabajo, cobrar por su función laboral lo mismo que un hombre y hasta mandar sobre ellos como su superior jerárquica.

España es tan diferente de Afganistán en el trato a las mujeres que hasta se permite gastar cuatrocientos millones de euros en un Ministerio de “Igualdad”, que sirve para colocar a una plétora de féminas a cuenta del contribuyente y sin ninguna paridad en la plantilla, en la que el número de varones es mínimo. No sólo eso, sino que se invierten esos millones en políticas tan urgentes como evitar que las niñas se vistan de rosa o hacer que uno pueda declararse del género que le pete o que a los niños de catorce años se les pueda cambiar de sexo antes de que puedan beber una caña. En Afganistán, sin embargo, el vestido de las niñas no es ningún problema porque todas van con burka y, en cuanto al género, están tan atrasados los pobres que todavía siguen pensando que hay dos sexos.

Lo de cambiar de género los niños puede que les dé igual a los talibanes, que ejercen la tradición pashtún de la pedofilia a calzón quitado

Lo de cambiar de género los niños puede que les dé igual a los talibanes, que ejercen la tradición pashtún de la pedofilia a calzón quitado. Pero no hay que equiparar quién oprime más y quién menos: eso sería eurocentrismo, supremacismo, quizás hasta racismo. Por cierto, tuvo la insigne estadista el cuajo de afirmar que las intervenciones militares no resuelven nada; tiene razón, al menos, en cuanto a las de Estados Unidos. Sin duda, el régimen talibán se habría derrumbado mandando a Cristina Almeida y a Leticia Dolera a impartir chochocharlas a los muyahidines. Pero una medida tan cruel iría contra las leyes de la guerra y la Convención de Ginebra.

Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, ese inmerecido lujo de nuestra política afirmó que nos teníamos que preparar para acoger a los refugiados del clima, es decir, a gente que huye de los efectos de algo que ha sucedido desde que existe este planeta: el cambio climático. No nos tomemos a broma estas palabras, porque están detrás del gran experimento que planea la élite mundial: la africanización e islamización de Europa, lo que se ha venido en llamar La Gran Sustitución, que pretende acabar con tres mil años de cultura europea para que unos cuantos banqueros acumulen mayores beneficios con el desmoronamiento de los salarios en nuestro continente, al importar mano de obra barata en masa. No sé si el lector se habrá dado cuenta, pero cuando la élite nos habla del clima —como aquel multimillonario de Al Gore, que predijo en el año 2000 que en 2020 se habrían derretido los polos y viviríamos un espantoso apocalipsis climático—, siempre lo hace para empobrecernos: para que comamos gusanos, dejemos de volar en avión, compremos un  carísimo coche eléctrico, o nos suban las facturas del combustible y la luz. El clima, por lo visto, nos sale por un ojo de la cara siempre; el espantajo que agita la niña Greta nunca nos rebaja el precio de nada, es una cosa de marquesitas ociosas que catequizan a los pobres para pasar el tedio de un día sin soirée.

Sin opresión no hay sociedad.
Unos mandan y otros obedecen

Pero pasemos al tema de este artículo. Desde que existen las sociedades, la opresión es un ingrediente necesario para su supervivencia. Por división del trabajo, por criterios de eficacia y hasta por simple destino, unos mandan y otros obedecen. Los que mandan oprimen y los que obedecen son los oprimidos. Cuando se estudiaba Historia en serio, incluso bajo la perspectiva marxista tradicional, los opresores eran los que dirigían el trabajo de la sociedad, cobraban los tributos y distribuían el excedente de la producción del que se habían apropiado. Eso se ha hecho desde el principio de los tiempos, ya fuera en nombre de Baal, de Moloch, de Huitzilopochtli, del Proletariado o de la Igualdad de Género. El apoderarse del rendimiento de la fuerza de trabajo social es la clave de todo tipo explotación y eso se ejecuta por el poder político y económico. Todo asalariado es, dada su dependencia del empleador, un oprimido y un alienado, ya que no trabaja para él, sino para su patrón. Hasta aquí, poco hay que nos pueda reprochar un marxista clásico. Es decir, que salvo muy poquita gente, todos los españoles estamos oprimidos: trabajamos para otro, pagamos fuertes tributos, nos inyectamos lo que nos mandan y competimos a la baja a la hora de vender nuestra fuerza de trabajo, de la que se beneficia una élite gobernante de la que forma parte... Irene Montero, puesto que ella pertenece al reducidísimo grupo que decide cómo se distribuye el producto social, del que esta jerarca de la Monarquía obtiene medio millar de millones de euros para su ministerio, lo que sería la dotación del templo de las Furias y del de Hécate en la antigua Roma, porque en Igualdad no creo que haya vestales.

Si de verdad la castellana de Galapagar quiere acabar con la opresión de sus vasallos, liberar a sus siervos, manumitir a sus esclavos y sentar un pobre a su mesa, podría empezar por bajar el precio de la luz (ese que su Gobierno “social” ha subido este año en un 44%), por disminuir la presión fiscal sobre los autónomos, por imponer un sistema educativo público de calidad que permita a los más pobres ascender en la escala social (hoy, con la Ley Celáa, la educación de alto nivel sólo está al alcance de los que se pueden pagar colegios privados, cuando antes se obtenía en cualquier instituto de provincias) o por que la banca comparta un poquito de sus beneficios con el pueblo. Cuando el que esto escribe era joven, se hablaba de la lucha de clases, término hoy en desuso y que las señoritas rojas han olvidado, porque sólo miran las fotos del Cosmopolitan y nunca han abierto las páginas de El Capital. Al parecer, los obreros dejaron de ser oprimidos y se convirtieron en opresores. ¡Quién se lo iba a decir a los mineros, soldados y braceros! Formaban y forman parte de una élite de explotadores, aunque se mueran de hambre y tengan en algunos casos unos trabajos mucho más duros que los de las funcionarias del Ministerio de Igualdad y las profesoras que imparten perspectiva de género, que es el constructo con el que la izquierda chic ha sustituido el materialismo dialéctico y la perspectiva de clase en los estudios académicos.

Desde luego, es de admirar la paciencia con la que los europeos pagamos y soportamos las boutades, los desplantes, los antojos, los caprichos, las bagatelas y los numeritos de nuestros lujos culturales. Si tan poco les gusta Occidente, si tan mal se les trata aquí a estas ménades con tirso de látex, a estas amargas flores de invernadero universitario, a estas hórridas suripantas de Foucault, que no se preocupen, que no se desvivan, que no desesperen: siempre les quedará Kabul.

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