José Antonio (a su lado, Julio Ruiz de Alda, asesinado por los rojos en agosto de 1936) en la manifestación por la unidad de España, celebrada en Madrid el 5 de octubre de 1935, primer aniversario de la revolución bolchevique de Asturias y de la proclamación, por Companys, de la independencia de Cataluña.

Vindicación de José Antonio

Una sociedad que profana tumbas y despoja a los cadáveres es una sociedad bárbara

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España ha venido a menos por una triple división: la división engendrada por los separatismos regionales, la división engendrada por los partidos y la división engendrada por la lucha de clases. Eso decía José Antonio Primo de Rivera en el único documento audiovisual que de él se conserva. Cuando España —añadía el fundador de Falange— encuentre una empresa que le permita superar todas esas diferencias, «volverá a ser grande como en sus mejores tiempos». El análisis bebía claramente en las tesis de Ortega, entre otras, y era ampliamente compartido en la España de los años 30. El problema era cómo suturar esas tres divisiones: regiones, partidos, clases. La II República, evidentemente, fracasó de manera trágica en el intento. Aún peor: estimuló todas esas divisiones. El resultado fue una guerra civil. Y en el curso de esa guerra civil, el Frente Popular fusiló a José Antonio.

A José Antonio Primo de Rivera lo fusilaron un 20 de noviembre de 1936 por conspiración y rebelión. La verdad es que el fundador de Falange llevaba en la cárcel desde el mes de marzo. Lo habían encerrado por posesión ilegal de armas, argumento que no dejaba de ser hilarante en una España donde todo el mundo llevaba armas, especialmente las milicias de la izquierda. Después, el Gobierno del Frente Popular puso especial empeño en que permaneciera en prisión. Cuando estalló la guerra, se le sometió a una parodia de juicio según el modelo bolchevique implantado por los socialistas y sus socios. Un jurado de milicianos le condenó a muerte. El gobierno de Largo Caballero desoyó cualquier petición de indulto. Así José Antonio se convirtió en la víctima por antonomasia: condenado por unos delitos que no tuvo oportunidad de cometer.

Hoy, ciento veinte años después de su nacimiento, ochenta y seis años y medio después de su asesinato, sesenta y cuatro años después de su inhumación en el Valle de los Caídos, el Gobierno de Pedro Sánchez ha forzado la exhumación del cadáver de José Antonio. Dicen las fuentes gubernamentales que es una forma de «cerrar heridas». ¿Demencia o desfachatez? Ambas cosas. También ignorancia. La televisión pública adornaba esa misma mañana la información del suceso con un retrato de… Miguel Primo de Rivera, su padre. Qué grotesco todo, qué infame esperpento.

Sobre la víctima. José Antonio fue asesinado en 1936. Pronto hará 90 años. Es decir que hace falta una psicología un tanto particular —enferma— para convertirlo en un enemigo político vigente. Hoy José Antonio es, ante todo, el testimonio de un tiempo —un tiempo pasado—. Uno de los mejores escritores de su generación, sin duda. Un líder con singular capacidad de atracción, también. Un depósito de ideas que siguen siendo sugestivas. Y un perfecto ejemplo de la tragedia de un tiempo y un país. Pero no un oponente político. Lo racional sería mirarlo con los ojos de la Historia. Pero nada en la caterva que nos gobierna es racional, ni siquiera su voluntad de poder. O quizá sí, quizá exista una suerte de racionalidad perversa (pervertida) en esa calculada siembra de odio que permite manipular los peores instintos del ser humano.

Sobre las exhumaciones. La cultura, como es sabido, descansa en el culto a los muertos. Es lo que da la medida de la hominización.

Una sociedad que profana tumbas y despoja a los cadáveres es una sociedad bárbara

Una sociedad que profana tumbas y despoja a los cadáveres es una sociedad bárbara. Cuando a Carlos I, vencedor, le ofrecieron abrir la tumba de Lutero en Wittenberg, se negó en redondo: habría sido un gesto profundamente indigno. «Ha encontrado su juez. Yo hago la guerra contra los vivos, no contra los muertos», dicen que dijo el césar. Sólo las hordas revolucionarias (jacobinas, bolcheviques, etc.) han encontrado placer en esas cosas. Normalmente, antes de terminar matándose a sí mismas.

Sobre los profanadores. Son gente lamentable, sin duda, pero aún más lamentable es el rebaño que bala tras el burro. Es profundamente indignante la impostura de esa gente que se envuelve en banderas rojas mientras vende el país a los fondos de inversión transnacionales, a los separatistas de todo color o al mismísimo rey de Marruecos si hace falta. Y casi duele la irracionalidad ciega de esos que se dejan engañar por los fulleros para saciar sus instintos de rencor y furia. Estamos viviendo una apoteosis del mal y de la ignorancia. Objetivamente, nos hallamos en uno de los momentos más bajos del nivel histórico de los españoles.

 

 

Y sobre los cómplices. Si, los cómplices. Porque nada de todo esto habría sido posible sin la anuencia pastueña de la Conferencia Episcopal, de esa Iglesia que, para desolación de los fieles, coadyuva en la profanación de las tumbas en sagrado. El signo distintivo de la Iglesia del siglo XXI es la traición a los cruzados.

«España ha venido a menos por una triple división…».

¿José Antonio Primo de Rivera? Presente, después de todo.

© La Gaceta de la Iberosfera

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