Seguimos con nuestra costumbre de ofrecer en abierto uno de los artículos del último número de nuestra revista en papel (también en PDF), EL MANIFIESTO, Revista de pensamiento crítico.
Se trata, hoy, del artículo en el que José Javier Esparza se mete de lleno en la cuestión del erotismo, que constituye el tema central del número.
Gocen, pues, con este artículo que nos complace ofrecerles gratis et amore. Como les ofrecemos todos los artículos de nuestra web y como seguiremos ofreciéndoselos... hasta que podamos. Hasta donde nos alcancen nuestros recursos. Y si llegara un momento en que éstos no nos permitieran proseguir nuestro combate por el Bien, lo Verdadero y lo Bello, entonces...
Pero no, que no cunda el pánico. Este momento no llegará. O esto esperamos. Les aseguramos en todo caso que haremos todo lo posible —y lo imposible— por impedirlo. Sobre todo si ustedes, amigos lectores, aunando lo útil con lo agradable, nos prestan su apoyo adquiriendo —y, sobre todo, suscribiéndose— a nuestra revista, que es a la vez la suya.
Vayamos ya con Esparza.
Hay doctrinas de libertad que desarrollan grilletes. Lo que nos prometen es tan gratificante, tan amable tan placentero que apenas reparamos en lo que hay detrás del espejismo —hasta que es demasiado tarde y nos hallamos ya atrapados en él. Hoy vivimos un proceso de este tipo en las sociedades opulentas (y sólo en ellas) a propósito de la sexualidad. Varias décadas consecutivas de discurso sobre la liberación sexual nos han persuadido de que aquí, en los pliegues de la libido, se escondía uno de los grandes tesoros de la condición humana; en consecuencia, se nos ha instado a explotar la veta hasta que el mineral aflore para, después, hacerlo circular. Ahora bien, lo que hoy vemos al otro lado del cristal, en el escaparate de la opulencia, no es exactamente un tesoro.
Opios del pueblo
¿Qué vemos? Vemos un erotismo cosificado donde el sexo funciona como simple objeto, ya real o ya, más generalmente, virtual, emancipado de las personas de carne y hueso. Vemos una sexualidad individualista, egocéntrica, donde el prójimo desaparece como tal, como alguien con quien compartir una experiencia física o anímica. Vemos una libido mercantilizada que se extiende por todas partes como cualquier otra mercancía en los anaqueles de un hipermercado, objeto de consumo rápido para satisfacción de un público anónimo. Vemos a unas gentes que se acercan al sexo con la actitud profundamente burguesa de quien sólo busca «su mejor interés». Mientras tanto, el sistema —mediático, económico, cultural, todo eso a la vez— promociona sin cesar un discurso donde el derecho al placer actúa como horizonte último de toda existencia. Hay un anuncio radiofónico que, sin proponérselo, expresa muy gráficamente este reduccionismo: «Si tu vida sexual está bien, lo demás no importa». Nada menos. Se diría que el derecho al placer se ha convertido en un nuevo opio del pueblo. Naturalmente, habrá quien piense que, pese a todo, vale la pena: al fin y al cabo, pocas cosas hay más gratas que el placer sexual, aunque sea en esta fórmula de supermercado. Ya decíamos que hay doctrinas de libertad que desarrollan grilletes. Pero es difícil sumarse al coro del conformismo si uno repara en que los grilletes están ahí. Por supuesto, la visión varía según la perspectiva que uno cobre.
Para unas generaciones crecidas en la represión sistemática de la sexualidad, la actual «liberación sexual» representa un gran respiro
Para unas generaciones crecidas en la represión sistemática de la sexualidad, ya fuera bajo el peso del tabú eclesial o bajo el estricto puritanismo protestante —o bajo el no menos estricto modelo de «decencia socialista», como en la URSS de los años cincuenta y sesenta—, la actual «liberación sexual» representa un evidente respiro. Pero la perspectiva forzosamente ha de ser distinta para las generaciones posteriores, que han crecido en un ambiente antitético: ese ambiente en el que, por expresarlo así, la «liberación» es obligatoria, y cuya presión alcanza, de una u otra manera, tanto a las relaciones sexuales informales como a la relación estable de pareja o incluso a la mera percepción de lo erótico. Y si uno toma distancia. Y si uno toma distancia respecto al sexo en sí mismo, al propio hecho sexual, y centra la atención en las formas que adopta en nuestra sociedad, a la atmósfera que lo envuelve, las razones para el inconformismo aumentan. Es entonces cuando se percibe que ciertos discursos de libertad generan grilletes. Veamos por qué.
Erotismo con grilletes
El discurso de la liberación sexual ha conducido a adoptar una forma de sexualidad sometida por entero a un prejuicio individualista, egoísta. El individualismo es esa doctrina según la cual el horizonte último del individuo es el propio individuo y su búsqueda —individual— de su mejor interés. Hoy lo tenemos tan asumido —en la vida económica, en la vida política, en la vida personal— que prácticamente se ha convertido en un automatismo psicológico:
Vivimos en torno a nuestro propio ombligo
vivimos en torno a nuestro propio ombligo. E n el plano de las relaciones sexuales, esto se manifiesta de la siguiente manera: la gente (mucha gente) tiende a afrontar la experiencia erótica desde un punto de vista radicalmente egocéntrico, como si el otro no existiera o, más bien, como si fuera un instrumento de la propia satisfacción, del propio derecho al placer. Consumimos sexo como quien consume hamburguesas. Con la diferencia de que nadie pensará que consumir hamburguesas le dará la felicidad, mientras que, por el contrario, un insistente discurso social nos sugiere a todas horas que el sexo sí nos la dará («si tu vida sexual funciona, lo demás no importa»). Las consultas de los sexólogos están llenas de gente que no encuentra lo que busca, a pesar de que no para de buscar. Quizá porque no está buscando en la dirección correcta —quizá porque sólo está buscando para sí lo que debería busca fuera de sí mismo.
¿Otro grillete? La mercantilización, la comercialización del erotismo. La idea vigente de la sexualidad, la que nos transmiten a todas horas el omnipresente discurso publicitario o la prensa sistémica, está sometida por entero a las reglas de la civilización económica, del mercado total, que fija normas de comportamiento sexual y estándares de deseo, y que provee a los agentes de una superabundancia de objetos de consumo erótico. El mercado nos propone modelos para todo, desde las cosas que nos inspiran deseo hasta la forma en que acariciamos o en que utilizamos nuestros órganos sexuales, y repetimos esas pautas con el aire de quien sigue unas instrucciones de uso. Hoy es prácticamente imposible distinguir entre erotismo y consumo de placer; parece inimaginable una satisfacción de tipo sexual —física o anímica— ajena a los bien marcados cauces que el mercado ha puesto al efecto. Por eso es cada vez más difícil diferenciar, cuando uno mira los anaqueles del supermercado, entre erotismo y pornografía —al cabo, la pornografía ha terminado convirtiéndose en la denominación del erotismo en la época de su reproductibilidad técnica, con permiso de Walter Benjamin.
La posibilidad de una inspiración erótica implícita, tácita, sugerida, no expresa, ha sido desterrada de la circulación pública. En la era de la exposición total, de la exhibición permanente, todo ha de estar bien clarito y con su etiqueta bien visible en el anaquel correspondiente del supermercado. Se progresa hacia el terreno elemental de la obscenidad en el sentido en que la entendía Baudrillard: una exhibición directa de un objeto primario, sin posibilidad de doble lenguaje, de doble apariencia —sin posibilidad, en fin, de equívoco y, por tanto, sin posibilidad de seducción. El trámite de la seducción ha sido sustituido por el pacto directo para la cópula. Eso es algo que se percibe inmediatamente cuando uno conversa con los más jóvenes, cuya conducta sexual es ya una pauta regular establecida por la civilización económica: se acuerda la cópula —normalmente, con pareja ocasional— como se alquila un vehículo, incluso con lectura recíproca de derechos. Es un leasing de la sexualidad. Uno «ficha» lo que «le pone». Es el mismo talante con el que las agencias de viajes organizan expediciones de turismo sexual, nueva forma de safari donde uno compra su derecho al placer como, antaño, compraba el derecho a la caza en la sabana.
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