Dicen los posos del café, los hígados de las aves y los arcanos del Tarot que el próximo día siete tendremos fumata bianca. Yo, escéptico por naturaleza, aún no excluyo la posibilidad de que en el último momento irrumpa en el hemiciclo el Espíritu Santo e ilumine a sus Señorías, como cuentan que hizo en el Concilio de Nicea cuando los jerarcas de la Iglesia se disponían a definir el Canon. Pero anoten la fecha por si tal prodigio no viene a sacarnos del apuro, pues ese día terminará la historia de España y empezará la de sólo el demonio sabe qué. Aburre ya volver a citar la socorrida frase de Marx sobre el repiqueteo de la historia, que después de haber sido tragedia se repite como farsa, pero es que entre nosotros esa metamorfosis contra natura se ha producido no en una ocasión, sino en dos, y seguro que me quedo corto, pues echando la cuenta de la vieja me salen tres. La tragedia inicial fue la desencadenada por un traidor —el conde Don Julián, ese alcaide de Ceuta y mamporrero del moro Muza que tanto agradaba a Juan Goytisolo— y hubo que esperar siete duros siglos, los de la Reconquista, para volver a juntar los vidrios rotos. Los inmigrantes ilegales a los que el felón citado admitió en sus centros de acogida trajeron el mismo modelo que ahora nos propone el doctor Frankenstein, aunque los llamaron Taifas y no naciones, y a finales del siglo XIX la primera República incubó como una gallina clueca los huevos del cantonalismo. Málaga, Cádiz, Sevilla, Córdoba, Cartagena, Murcia, Alcoy, Valencia y muchas ciudades más, hasta sumar treinta y dos, se declararon naciones independientes. Las provincias de ultramar ya estaban en eso, pero tamaño disparate no podía cuajar aquí, y no cuajó. La segunda y esperemos que última República volvió a intentarlo y fue necesaria una espantosa guerra para impedirlo. Y ahora, tercera farsa que en sentido retrógrado se volverá tragedia, los mismos de siempre, resurrectos, se disponen a convertir en sopa de menudillos el país de sus padres, sus abuelos, sus hijos y sus nietos. Es, ya digo, la tercera farsa, cuyo andamiaje montan los parricidas mientras el pueblo español, esa entelequia montaraz y cañí, se entretiene sacando brillo al baño de oro de la Pedroche. Si me preguntan dónde nací, sabré decirlo, pero si preguntan a los míos dónde he muerto, dirán: «E chi lo sa?». Por fin se cumple mi viejo sueño de ser apátrida. ¡Viva Castilfrío!
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