Supongo que los lectores de El Manifiesto habrán leído con interés "La serpiente liberal-conservadora", el artículo de Ana Iris Simón que retrata con brillantez y agudeza las contradicciones de la derecha actual y su afán por conservar las “conquistas” del nihilismo liberal hegemónico. Preservar la destrucción origina una estupenda paradoja; sin embargo, ésa es ahora la característica de los partidos conservadores y de los poderes a los que ya no podemos llamar “tradicionales”: la Iglesia y la Monarquía. Al revés, Iglesia y Monarquía son elementos básicos en el proceso de desnacionalización de España, piedras angulares de nuestra sumisión a las diversas deconstrucciones de las agendas mundialistas.
En el caso de la monarquía es inevitable: la rama fernandina, la que hoy ocupa el trono, obtuvo la corona gracias a los liberales y al apoyo firme de Inglaterra y Francia. La dinastía legítima, proscrita desde la usurpación de 1833, representó hasta su fin, en 1936, los valores de la España tradicional; en cambio, los descendientes de Fernando VII fueron el mascarón de proa de un régimen oligárquico (es decir, de un liberalismo ejemplar) que concentró la riqueza del país en las manos de unos pocos privilegiados y que arrasó con el patrimonio cultural y artístico de la nación. La monarquía de Felipe VI carece de la legitimidad tradicional y ha rechazado la del 18 de Julio. Por lo tanto, sólo le queda la raquítica letra de la Constitución del 78 como único y endeble asidero. Felipe VI no es el heredero de san Fernando, ni siquiera el de Felipe V; la monarquía actual no tiene raíces históricas y no las quiere, renuncia a ellas, como demostró el monarca reinante al suprimir las aspas de Borgoña del guion real. Si Felipe VI se mantiene como símbolo, no es por su voluntad, sino por la de republicanos y separatistas, que hacen de él lo que jamás ha querido ser y lo que de ninguna manera es: el heredero de la Monarquía Hispánica. La “tradición” del rey actual se remonta a 1978, como mucho a 1833.
Los conservadores de la estirpe de Cánovas no tenían nada que ver con la España tradicional: eran simplemente la facción más prudente y clerical del liberalismo español. Como sus sucesores actuales, hay veces que se envuelven en la bandera rojigualda y se adornan con los penachos de los capitanes de los tercios de Flandes para enardecer al tropel de sus electores, pero, pasado el carnaval patriotero, vuelven al casino de la Carrera de San Jerónimo a mangonear con sus compadres, los caciques presuntamente “rojos”.
La derecha monárquica, conservadora, católica…, es liberal.
La derecha monárquica, conservadora, católica…, es liberal. Todo el aparato retórico de los blasdelezos hispanos no es más que confetti de cotillón, bravuconada tabernaria, chiste aguardentoso de cuarto de banderas. El patriotismo español, en el mejor de los casos, brota de un sentimiento popular sencillo y noble, esencialmente reaccionario, porque funciona, como se vio en la crisis catalana, movido por estímulos externos y extremos. No existe como conciencia, sino como instinto. Bien se cuidan las autoridades en adormecerlo y sustituirlo con nacionalismos de campanario o de género. En cuanto a la Iglesia, o lo que de ella pueda quedar, no es más que una ONG global de izquierdas, que no quiere saber nada de la identidad católica del país del que vive.
La Historia es pródiga en ironías, cuando no en sarcasmos. Son repúblicas, como la Hungría de Orban o la Rusia de Putin, las que mejor preservan a las naciones soberanas. Y son monarquías, como Suecia, España y Holanda, las que llevan al extremo el proceso de disolución de sus sociedades y sus patrias. También es cada vez más evidente el cisma entre liberalismo y democracia: los liberales ya corrigen al pueblo cuando éste vota lo que no debe. Estamos cerrando el ciclo que va del Despotismo Ilustrado de los enciclopedistas del XVIII al Deslustre Despótico de los chupatintas del XXI. Lo que cambia es la calidad de los ejecutantes: comparar al Viejo Fritz con los grises rábulas de Bruselas sería ofender la memoria del gran rey prusiano. El prurito liberal de evitar que el pueblo llano decida —lo que vimos en las elecciones americanas— no es nuevo, ya lo hacían aquí Cánovas y Romero Robledo hace más de un siglo. Desde Locke, los liberales odian al vulgo y su Estado se concibe como un gendarme que mantiene a raya al populacho y deja hacer buenos negocios a las clases poseedoras. De ahí que llamar populista a un político sea la peor descalificación que pueda otorgar la élite global a quien se salga del cada vez más estrecho camino del discurso único. Y no es de extrañar: detrás del pueblo se cierne siempre la amenaza de la soberanía, de la nación dueña de sus destinos, capaz de decidir por mayoría. Lo que antes se llamaba democracia, que es algo más serio que los “derechos” de las mascotas.
Pueblo, mayoría, nación son términos contradictorios de élites, minorías, globalismo. Como también la persona de la tradición europea es contradictoria del individuo de la tradición liberal. La persona cumple un papel en la sociedad, se debe a instituciones más grandes que ella, es parte de un todo: la nación, la familia, el gremio. Al individuo nada le ata, carece de atributos, es una unidad abstracta de producción y consumo y sólo cuenta como mónada apátrida, asexuada y trashumante.
La lucha de nuestro tiempo es una guerra de naciones y de clases. La democracia soberana es incompatible con el feudalismo liberal y socialdemócrata. Existe una enemistad radical entre las clases medias desposeídas y las élites, entre los pueblos y las organizaciones globales que pretenden arrebatarles su soberanía —el elemento esencial de toda democracia— para regalárselas a unas cuantas empresas. No, no hay nada que conservar en este orden global y sí mucho, muchísimo que destruir.
Comentarios