La serpiente liberal-conservadora

Contaba Rocío Monasterio que, mientras exponía su crítica contra el señor que había invertido miles de euros en caprichos para su perro, se vio interrumpida por su propia hija.

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Hace un par de semanas, andábamos de sobremesa veraniega cuando uno de los comensales se declaró liberal-conservador. Entre el café y el chupito de crema dijo que él era del libre mercado y del individuo como unidad de medida, sí, pero también de la familia, la patria y los valores fuertes.
Recordé entonces una escena familiar que, hace unos meses, relató Rocío Monasterio. Resulta que estaba en el coche junto a su hija cuando sonó en la radio la historia de un hombre que se había gastado miles de euros en lujos para su perrito. Y, con toda la razón del mundo, Monasterio cargó contra él. Del mismo modo que el comensal de mi sobremesa, la diputada de Vox seguramente se declare liberal-conservadora.

Concebir al individuo como unidad de medida y tener como única meta multiplicar el beneficio económico es una idea tan vieja como la serpiente del Paraíso. Pero la astuta culebra sabía que la humanidad tiene una vocación conservadora, que deseamos preservar aquello que no es estrictamente egoísta —desde la tribu al sindicato— y aquello que no es puramente mercantil —desde la filosofía hasta el amor—.

Así, aunque uno de los obstáculos de la nueva idea liberal es la vieja idea conservadora, aquella tiene que camuflarse con alguna prenda de esta, porque ir de frente resultaría problemático. Dice respetar a Dios, pero a un Dios personal; al Estado, pero a un Estado burgués; a la familia, pero a una familia de sujetos productivos; a la aristocracia, pero a una aristocracia basada en el bolsillo. En esta farsa se ubica buena parte de la derecha occidental, lo cual es un disparate, pues la ecuación liberal-conservadora siempre se despejará a favor del liberalismo. Y, como pasó en Alemania en 2018, el capitalismo acabará demoliendo las catedrales para construir explotaciones mineras.

Contaba en Twitter Monasterio que, mientras exponía su crítica moralizante contra el señor que había invertido miles de euros en caprichos para su perro, se vio interrumpida por su propia hija. “Mamá”, le dijo, “no seas comunista: que la gente se gaste [su dinero] en lo que quiera”. Y el que quiera ponerle una mansión al perro que se la ponga, y adelante quien quiera operarse para parecerse a un filtro de Instagram, y vía libre para quien desee comprar niños, o todo el agua o el oxígeno del planeta y, después de agotados, pagarse un cohete a Marte.

Qué bella escena generacional, que recapitula siglos de genealogía ideológica. El liberalismo que se fingía conservador y familiar, patriótico y puritano, resultó ser solamente el huevo de la serpiente del que se suponía su antagonista: un liberalismo amoral, transgénico, transgénero, transespecie y transedad, drogadicto y abortero, posmoderno y poshumano, apátrida y luciférico.

Y es que la víbora naciente de esta imposible unión abrazará siempre la cara liberal, pero clavará sus colmillos en la conservadora. Porque, a sus ojos rayados, será indistinguible de una presa comunista: ambos, conservadores y socialistas, se le antojarán igualmente colectivistas, politizados, autoritarios, moralistas y cansinos en su afán por obligarnos a ser solidarios.

Para Monasterio fue una graciosa anécdota. Para Occidente, la tragedia de ver a Aristóteles lentamente engullido por la boa liberal de Popper.

© El País

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