Los toros, como el flamenco, ejercieron siempre sobre la intelectualidad un atractivo que no era oportuno reconocer mientras en España estuviese proscrita la democracia formal y perseguida la democracia real. Lo más que consiguió Luis Miguel Dominguín fue que Picasso y Alberti, buenos aficionados los dos, consintieran en verlo torear en Francia o en Hispanoamérica; cuando quiso, a imitación de César Borgia, organizar una corrida en Italia, el primero que se opuso por razones extrataurinas fue su cartelista Alberti.
Era inevitable pensar en Cuba en el año del Señor de 1998, sobre todo después de leer el sugestivo y evocador capítulo Tiempo de toros en Cuba del no menos sugestivo y atractivo libro de don Fernando Claramunt Toreros de la generación del 98 (Tutor, Madrid, 1998).En esas páginas se puede leer que las corridas fueron suprimidas en la Perla de las Antillas por orden del general de brigada Adnan R. Chaffee, jefe del estado mayor del Ejército de Estados Unidos con fecha 10 de octubre de 1899. Eso explica que el autor, en asombrosa coincidencia con aquel conocido mío, diga lo siguiente: "Si se sacudieron con gallardía a los imperialistas y recuperaron una identidad no mediatizada por intereses yanquis, no sería absurdo ver de nuevo las corridas de toros, puesto que se hallan enraizadas en sus tradiciones." Ya se sabe que una de las acepciones de la palabra "revolución" es, según la Real Academia, "vuelta de una cosa a su punto de partida", y si no hubiera otras acepciones más explosivas, "revolución" y "tradición" vendrían a ser la misma cosa. Aún quedaban tradicionalistas en Cuba en los años 20, cuando estuvieron a punto de actuar allá Rafael El Gallo, Chicuelo y el rejoneador don Antonio Cañero, y algo más tarde, cuando la afición cubana quiso llevar a Silverio Pérez y otros toreros mejicanos. Pero en aquellos años, como en éstos, Estados Unidos pesaba algo más que Méjico y España juntas, y en 1936 The American Humane Association editó un panfleto antitaurino con el sano propósito de apartar a los cubanos de la barbarie colonial y traerlos al redil de la democracia humanitaria.
Si hubo una generación literaria antitaurina, ésa fue la generación del 98 y, strictu sensu, el único personaje de este libro –Toreros de la generación del 98- que justifica literalmente el título es Azorín, insólito espontáneo juvenil que en la Plaza Nueva de Monóvar instrumentó a un novillo unas verónicas y una larga lagartijera. Ello no obstante, el joven Martínez Ruiz, anarquista exaltado, no tardaría en cambiar el percal por la pluma y escandalizar con un feroz artículo antitaurino al ferviente aficionado, bien que eximio repúblico, don Vicente Blasco Ibáñez. La afición de Blasco Ibáñez es prueba de que la fiesta nacional no fue a todo lo largo del siglo XIX patrimonio de la reacción oscurantista. La proclamación de la Constitución del 69 se celebró con una corrida, tristemente célebre porque en ella fue en la que perdió su pierna El Tato. Los toros han gustado siempre en España a tirios y troyanos, lo que pasa es que algunos se han tenido que reprimir la afición por el qué dirán. Uno que no se la reprimió fue Federico García Lorca, cuando dijo, al hilo de un elogio de Belmonte: "…el toreo es probablemente la riqueza poética y vital mayor de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación pedagógica que nos han dado y que hemos sido los hombres de mi generación los primeros en rechazar."
De este modo, la generación del 27 reaccionaba grosso modo no sólo contra la del 98 y muy en particular contra Jiménez y Antonio Machado, tan antitaurinos ellos, sino contra una cierta "educación pedagógica" que no podía ser otra que la impuesta por la Institución Libre de Enseñanza. De los buenos propósitos de Giner o de Costa no cabe dudar, pero muchas veces en estos casos el diagnóstico toma por causas determinantes lo que no son más que síntomas. Claramunt, que por algo es de esos médicos que saben algo más que mera Medicina, pone el dedo en la llaga cuando viene a decir que más justo que hablar de la España de Frascuelo y de María, habría sido hablar de la España de Cánovas y Sagasta. De la conocida diatriba antitaurina de Costa con ocasión del Desastre, de la que tantos nos hemos hecho eco, dice Claramunt: "En Oligarquía y caciquismo lanza su más dañino y demagógico ataque contra la Fiesta Nacional cuando alude a "la chusma de irresponsables que corrió a consolarse de lo de Santiago de Cuba en la plaza de toros." ¿Fue así de verdad? No dice nada don Joaquín de ciertos periodistas que enardecieron de belicismo la opinión pública y lo que es peor, en vez de promover sensatez para evitar una guerra que no se podía ganar, enardecieron a nuestros gobernantes para, consumado el Desastre, culpar, esos mismos periodistas, al gobierno y a la colectividad de ignorantes azuzados." Típica baladronada bélico-taurina de aquellos folicularios era la de decir que si los yanquis tenían acorazados, nosotros teníamos Bomba y Guerra.
El caso es que para los que practicaban aquella "educación pedagógica" contra la que se rebelaría García Lorca, la raíz de todos los males estaba en el amor "a la sangre de los toros/ y al humo de los altares". Claramunt no se arredra ante las últimas y siniestras consecuencias de tamaña simplificación, y como además es psiquiatra y conoce a sus clásicos, no vacila en detectar el sadismo latente o manifiesto en gran parte del humanismo antitaurino. Él habla de paso de Miró y de Jiménez, y yo recuerdo ahora una antología de textos para niños de este último publicada con fines pedagógicos hace pocos años, en la que no hay un solo relato o poema que no rebose sadismo.
No hay que llegar a Solana, de quien el psiquiatra Claramunt dice cosas jugosísimas, como esta: "Su pintura y su forma de escribir responden a lo que Freud y sus discípulos describen como fijación en la fase anal de la libido, más bien en la fase anal sádica, incompatible, entre otras cosas, con un carácter equilibrado y una sexualidad o genitalidad madura." Sospecho que ese dictamen clínico es perfectamente aplicable a cierta maloliente poesía dialectal de los últimos tiempos. No vayamos a creer que, por deformación profesional, vaya a caer Claramunt en los excesos de un Max Nordau, introducido por cierto en España por vía institucionista, ni en las crueles etopeyas de un Paul Johnson. Con perfecto equilibrio señala las tres etapas de la vida taurina de Azorín y no puede disimular su simpatía por Unamuno que, más por lo que hace que por lo que dice o escribe, le parece el más torero de todos. Su último desplante, el de Salamanca frente a Millán Astray.
Con ser mucho y hondo lo que se dice de la intelectualidad de la época, la parte del león del libro se la llevan los toreros, desde Mazzantini hasta Belmonte y Gallito, y son sumamente amenos los capítulos en que, al hablar de ellos, se traza el cuadro de la época en que surgen o desaparecen. Y es que éste es un libro de historia, a la vez que un tratado de psicología y una recreación poética de algo como la fiesta de toros sin la que no se entiende del todo la historia nacional.