«Así mueren los hombres»

Un gran poema de Aquilino Duque que Antonio García Barbeito recita admirablemente cada Viernes Santo, mientras el Cachorro de Sevilla avanza, solemne y sagrado, por el puente de Triana. El poema se complementa con un importante texto de Javier Ruiz Portella sobre lo sagrado y lo profano en la Semana Santa andaluza.

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Enmarcado por los versos de Adquilino Duque, admirablemente recitado por Antonio García Barbeito, cada Viernes Santo, el Cachorro de Sevilla avanza, solemne y sagrado, por el puente de Triana.

 

 

        El Cachorro en el puente

 

Esta noche, Manuel, tú sobre el puente,
tú sobre el río, prometiendo abrazos
que nunca habrás de dar porque no puedes,
porque un madero y unos clavos dicen
que nadie es libre de morir su muerte.
Esta noche, Manuel, tú sobre el río.
Quién te puso corona de saetas,
Cachorro de Sevilla...
Quién pudo hacerte interminable el tránsito...
Hoy no se pasa: aquí muere Sevilla
mientras tu silueta va en el río
caminando otra vez sobre las aguas...
Y ya tu pelo, nebulosa trágica,
río de miel lentísimo,
va velando la muerte que te vela.
Trono moreno de Judea, pasa.
Pasa, Manuel, tuyo es el Viernes Santo,
tuyos son estos ojos que te lloran,
esta voz que te canta,
esta espuma de estrellas andaluzas.
Sigue pasando, alzado y ofrecido.
Esta noche, Manuel, tú sobre el puente.
Quién te trajo hasta mí, quién levantaba
tu belleza, tu cuerpo como un río,
lanza de luz nocturna en el costado...
Quién pudo hacer que el último suspiro
de tus labios se dé a cada momento,
desde no sé qué siglos hasta ahora,
hasta ahora, para ir diciendo al mundo,
para ir diciendo al tiempo: Así se muere.

Así mueren los Hombres.


¿Semana Santa o Semana Sagrada?

 

por Javier Ruiz Portella

 

En la mayoría de España, pero sobre todo en Andalucía, de pronto ciertos días señalados del año ocurre el prodigio, y la calle, la vulgar vía de paso, se transfigura, vibra, revienta de emoción. Por su asfalto anodino y gris transita algo totalmente distinto: voces, músicas, luces, fastos…: los de una especie de templo, o los de un gigantesco teatro en el que actores y público, celebrantes y participantes tienden a confundirse. Ahí, cuando las gentes de Andalucía se lanzan a la calle endomingadas y gozosas, revistiendo las ropas de las grandes ocasiones: esas que, entre bolas de naftalina y pliegues de almidón, aguardan en arcones y armarios la llegada del gran día.

Pero ¿es realmente gozo lo que brilla en los ojos de ese pueblo que inunda las calles desde el Domingo de Ramos al de Resurrección? Lo es, salvo que ese gozo es todo lo contrario de una placidez: anida en él la emoción de un sobrecogimiento y el destello de un ansia. Y así, entre dichas y ansias, va la gente en tales días. Unos, de pie en las aceras; otros, rompiendo filas, metiéndose en la convulsa bulla que atraviesa la procesión, mientras se alumbra en el rostro de todos la luz de un momento excepcional, ese en el que, entrecruzándose las miradas, todos parecen decirse: «Henos aquí de nuevo, como cada año; así somos y aquí estamos».

Quien aquí está es un pueblo, no un público. Y lo que aquí se celebra es un rito, no un espectáculo. Cosa insólita, como insólito es el lugar: ese asfalto del que han desaparecido unos coches que parecen ahora haber sido soñados en una lejana pesadilla; o esas fachadas cuyos rótulos y carteles, publicitando mil productos, se convierten en el más incongruente de los anacronismos. Todo ello es asombroso, pero aún lo es más lo que se juega en las siete jornadas de una semana a la que se llama santa queriendo decir sagrada: toda una antigua historia de Vírgenes y Cristos, de creencias y religión; algo que, fuera de tales días, ha dejado de impregnar tanto las calles de la ciudad como el espíritu de su gente.

¿Por qué esos días se echa a la calle todo un pueblo cuyo mundo ha dejado de estar marcado por lo sagrado? ¿Por qué todas esas gentes en cuya vida no late ni pasado ni tradición se apiñan en torno a algo que no hace sino rezumar memoria y tradición? ¿Por qué parecen como reconocerse y afirmarse todos al paso de sus imágenes?

Tal vez sea que esas imágenes son precisamente eso: imágenes, símbolos. Tal vez sea que a través de tales símbolos se manifiesta algo que va mucho más allá de lo que entendemos estrechamente por religión. Tal vez sea que tales imágenes nos dicen y tales símbolos significan que ni la vida ni los hombres son lo que hoy se pretende que sean: una ávida máquina de producir y consumir.

Tal vez sea que sólo así, reconociendo la verdad honda de lo mítico, el alto lugar de lo imaginario, sea posible que lo sagrado anide de nuevo entre nosotros.

Tal vez sea, en fin, que aún queda, pese a todo, sitio para la esperanza.

 

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