En 1920, don Miguel de Unamuno escribía un artículo titulado ¿Democracia cristiana? en la revista Nuevo Mundo, y en ese artículo se planteaba la incongruencia de poner esas palabras una junto a la otra, ya que el Reino de Dios no es de este mundo y la democracia sí que lo es. Tengo una vaga noción de que, aun antes que Unamuno, a la democracia cristiana la puso en entredicho nada menos que León XIII. A pesar de tan ilustres detractores, la democracia cristiana ha seguido y salido adelante y son muchos los cristianos a quienes se ha logrado convencer de que, si Cristo volviese a la tierra, sería más cortés con los filisteos, negociaría con los mercaderes y sopesaría los pros y los contras de las tres propuestas que le hizo Satanás.
El cristianismo, que yo sepa, proclama verdades eternas y promete la inmortalidad; la democracia, en cambio, no reconoce más verdad que la salida de las urnas; no admite más leyes que las de la mayoría ni más moral que la que esa mayoría “se ha dado a sí misma”. Para la democracia el bien y el mal dependen de la voluntad general, y aun cuando la voluntad general opte por lo que los cristianos llaman el bien, se obliga a darle al mal igualdad de oportunidades, cuando no a concederle un handicap al pobrecito. De tanto jugar a abogado del diablo, la democracia cristiana ha contraído el hábito de propasarse en la defensa de su cliente de oficio y, ciega a la viga en el ojo de éste, sea filisteo, mercader o el mismo Satanás en persona, vive obsesionada por la paja que distingue, si no en el ojo de Cristo, al menos en el de su Vicario. Este Vicario anda empeñado en aventar de la Iglesia el “humo de Satanás” que denunció su antecesor, el Papa Montini, y huelga decir que ese empeño no lo acaba de ver con buenos ojos la abogada de Satanás.
Siempre se ha dicho que el mejor ardid de Satanás es convencernos de que no existe. Eso era en tiempos, cuando Satanás actuaba a la defensiva; ahora que ha pasado a la ofensiva, su ardid mejor no es el de demostrar la propia inexistencia, sino el de convencernos de que Satanás no es otro que aquél que acierta a denunciarlo y se atreve a perseguirlo. ¿Cuál si no es la tesis de ese libro tan leído en un mundo que no tiene tiempo de leer y de esa película con la que el cine ha infligido una derrota a la televisión, que es, que son, El nombre de la rosa? ¿Es por casualidad por lo que el partido de la rosa que detenta el poder en Grecia intentó marcar a los ciudadanos con el número de la Bestia del Apocalipsis? Vintila Horia, que daba la noticia, añadía que la Iglesia Ortodoxa –que al parecer sabe más teología que nuestros democristianos- se había opuesto de inmediato a que el 666 figurase en el nuevo documento nacional de identidad de los griegos, aun a riesgo de que don Umberto Eco la acusara de ser el Demonio en persona. Por eso, muchos católicos de hoy en día extreman sus méritos, para no ser objeto de semejante acusación, en alardes de comprensión hacia todo aquello que deberían combatir.
Uno de esos católicos es el letrado de las Cortes, general auditor del Aire, sociólogo, historiador y director general de Cinematografía en tiempos de los que a lo mejor no quiere acordarse, don José María García Escudero. García Escudero une a todas esas prendas la de ser uno de los presuntos ideólogos de ese albondigón sin ideología que es la deshecha derecha “civilizada” o colaboracionista, triste expresión política de la “mayoría silenciosa”, borreguil manada a la que con notoria impropiedad dan algunos el nombre de “franquismo sociológico”. Digo esto porque en España no hay más “franquismo sociológico” que el que ha hecho posible con sus votos la reconstitución de un partido único, cuyos cuadros integra además masivamente como otrora integraba el Movimiento. A ese partido único de masas, o sea interclasista, versión ibérica del “bloque histórico” de Gramsci, sólido y flexible, abierto y cerrado hasta el punto de que admite la pluralidad de tendencias dentro de la consabida unidad de criterio, cree García Escudero en su ingenuidad* que puede desbancarlo del poder una fantasmagórica derecha “liberal y antifranquista”, sin otro programa que la promesa de hacer “también, y mejor” la misma política económica del Gobierno.
Pero para convencer de tal cosa a la sociedad electoral, esa derecha tiene antes que “dar seguridades de que no es una fuerza reaccionaria, sino que, reconociendo el área de permisividad que exige el pluralismo social, reconoce simultáneamente los límites que imponen a esa permisividad, no las normas éticas de un grupo, aunque sea tan respetable como la Iglesia Católica, sino el respeto a valores universalmente admitidos y a los derechos de los demás. Frente a la nueva Inquisición en que se convierte la sociedad permisiva cada vez que se ve cuestionada, la nueva derecha debe tremolar como propia la bandera de la libertad, y para esto, aprender a amar la libertad.” Perfecto.
Ahora bien, esa sociedad permisiva de inquisitoriales reacciones cuyos derechos y valores universales tiene que respetar la nueva derecha no es otra que, como el propio García Escudero dice más arriba, la “que ha votado mayoritariamente al PSOE en 1982 y 1986”, sociedad “económica y socialmente moderada y culturalmente ‘progresista’, con lo que esta expresión –que deliberadamente entrecomillo– implica de autonomía plena para los propios actos y actitudes a las que se atribuye una significación emancipadora, como la igualdad femenina, el divorcio, el aborto, la droga y la libertad sexual absoluta”.
Dicho de otro modo; no se trata de que la derecha desbanque al socialismo para devolverle a la sociedad su verticalidad moral, sino para lograr una mejor gestión económica de la misma sociedad de cuadrúpedos.
*El ingenuo era yo cuando escribía esto en 1987. García Escudero sabía muy bien lo que se decía. El PP, de matriz democristiana, logró desbancar al PSOE para hacer por desgracia, durante un par de legislaturas, lo que preconizaba el bueno de García Escudero. Este artículo y el que sigue estaban destinados a mi libro Cataluña crítica y suprimidos a última hora.
Lo peor que le puede pasar a la libertad es que la derecha comprenda que es negocio. Para que la dejen mangonear los fondos públicos, la derecha tiene antes que comprometerse a respetar los derechos “que se ha ganado” una sociedad envilecida. Esta exhortación de García Escudero a la derecha para que ponga lo económico por delante de lo moral en su aspiración al poder político, tal vez se explique por el público de derechas al que va dirigida, que es el que integran los lectores de El Ciervo, órgano de los demócratas cristianos catalanes, o mejor dicho, catalanistas. Acaso eso explique también que García Escudero le reproche a la democracia cristiana de la segunda República, cuya historia con tanto pormenor nos ha contado, el no haber hecho causa común en su día con sus correligionarios de la Lliga y del PNV. Todavía están a tiempo, sobre todo en “Euzkadi”, donde tanta armonía reina entre cristianos y demócratas. Esos pactos que no quiso hacer Gil Robles, trataron de hacerlos, ya en plena guerra, sus correligionarios vascos y catalanes. Uno de éstos, dirigente de la Unió Democràtica de Catalunya, viajaba precisamente a “Euzkadi” como delegado de la Generalitat, cuando tuvo la desgracia de ser hecho prisionero y pasado por las armas en Burgos. Murió como cristiano y, según dice El Ciervo, “en la zona republicana se celebraron misas” por él. Las misas fueron dos, y las dos se celebraron en la sede de la Unió Democràtica de Catalunya, seguramente porque si se celebraban en cualquiera de las numerosas iglesias de la ciudad, a lo mejor se daban por provocados los elementos que, a ciencia y paciencia de la Generalitat, se dedicaban en la checa de Vilamajor y en otros lugares, a incrementar el martirologio romano.
Ese incremento del martirologio está descrito en un libro superagotado, editado en su día por la B.A.C. y cuyo autor, hoy obispo de Badajoz, se resiste pertinazmente a reimprimir porque, como me decía no hace mucho, tendría antes que investigar la muertes ocurridas en la otra zona.* En la otra zona en efecto se dio muerte a más de un cura y a más de un católico, pero por razones de índole política que nada tenían que ver con su estado o con su fe, y es, era, sobre los asesinados por ser católicos y ministros de la Iglesia que el P. Montero escribió su libro irrenunciable. Nadie le impide escribir otro sobre los mártires de la democracia o sobre los de la masonería, que también los hubo. Todo el que muere por una causa merece un respeto, y no hay peor falta de respeto que la de tergiversar el sentido de un sacrificio. El político democristiano de que hablaba antes no murió “por Dios y por España”, sino per Catalunya i la Llibertat en unos años, los de la guerra, en los que Cataluña a lo mejor tenía mucha libertad, pero estaba más bien dejada de la mano de Dios. Y conste que esto no lo diría si, en fechas muy recientes, al tratarse de la beatificación de los mártires de la Cruzada, no hubiera salido un frailuco catalán diciendo que los verdaderos mártires fueron los católicos que murieron por la independencia de Cataluña. No sé por qué no agregó a los catalanes del P.O.U.M. que, murieran por lo que murieran, fueron condenados al fuego eterno por un cristiano tan demócrata como Pepe Bergamín, precursor del catolicomunismo postconciliar.
Yo comprendo que la democracia cristiana quiera ponerse al día y reparar aquella condena papal del modernismo con una adhesión sin condiciones a la modernidad. El nunca bien ponderado Giorgio La Pira, alcalde democristiano que fue de Florencia, le decía una vez al presidente español de “Justicia y Paz”, que lo escuchaba complacido: “Tenemos que convertir a los militares en guardias urbanos”. Tampoco los socialistas tienen demasiado espíritu militar, pero al fin y al cabo han consentido que el Príncipe de Asturias se embarque en el Juan Sebastián Elcano. Si algún día los democristianos llegan al poder, mucho me temo que veamos a Su Alteza dirigiendo el tráfico en la Puerta de Alcalá.
*El libro sería por fin reeditado por la B.A.C. en 1998, al reactivar S.S. Juan Pablo II los procesos de beatificación de los mártires de la Cruzada.