En la primavera de 1986, a la vuelta de Pekín camino de Sevilla, hube de hacer escala en la terminal de Air France y aproveché para visitar Los Inválidos. Cuál no sería mi sorpresa cuando en el rellano de la escalinata, ocupando todo el testero, vi esta bandera con la leyenda de que era la del Regimiento del Duque de Berwick, el hijo bastardo de Jacobo II, antepasado de Jimmy Fitz-James Stuart, XIV duque de Alba, y de Sir Winston Churchill, que se distinguió en la Guerra de Sucesión española y fue distinguido con el ducado de Liria por Felipe V a raíz de la victoria de Almansa. Ante esa bandera cayó derrotado el conseller Casanova al caer Barcelona. Años más tarde, en la guerra en que Felipe V hubo de hacer frente a la Cuádruple Alianza, el duque de Berwick, siempre a las órdenes de Francia, tomó Fuenterrabía en un paseo militar. Dudo mucho que el pobre Sabino tuviera en cuenta estos antecedentes cuando perpetró la enseña de su patria chica vizcaína. De entonces data el artículo que sigue, aparecido en el ABC de Sevilla:
Los vascos y la Hispanidad
El benemérito vascongado don Julio Caro Baroja, de quien hace ya muchos años dijera González Ruano que, siendo sobrino de don Pío Baroja, parecía el abuelo de su tío, decía en su fecunda senilidad que “el concepto de Hispanidad… tenía un antecedente en el de Italianità, usado por los fascistas de Mussolini”. Ese concepto, que nuestro sabio antropólogo vinculaba con razón a la era de Franco, campeó en el título de un libro de otro vasco, Ramiro de Maeztu, un libro escrito mientras su autor representaba en Buenos Aires como embajador a la Dictadura de Primo de Rivera. Por las fechas en que Maeztu compuso su Defensa de la Hispanidad cabría suponer que Caro Baroja tendría razón y que el concepto fuera un calco del término italiano. No fue así; ese concepto era puramente español, y concretamente vasco, ya que el primero que lo lanzó y lo razonó fue otro vasco, don Miguel de Unamuno, nada menos que en 1909. En esa fecha - debemos la referencia a don Antonio Lago Carballo - publicó don Miguel un comentario a la obra La restauración nacionalista, del argentino Ricardo Rojas, en el que con este término de “hispanidad” definía la comunidad de pueblos de habla española y encerraba en él “aquellas cualidades espirituales, aquella fisonomía moral, mental, ética, estética, religiosa”. Mientras Maeztu representaba en Buenos Aires a Primo de Rivera, Unamuno lo combatía desde Hendaya, y en Hendaya y en 1927 escribió otro artículo, aparecido por cierto en Buenos Aires, donde no tuvo más remedio que haberlo leído su amigo y paisano el embajador de España, en el que afirmaba: “Digo hispanidad y no españolidad para incluir a todos los linajes, a todas las razas espirituales, a las que han hecho el alma terrena - terrosa sería, acaso, mejor - y, a la vez, celeste de Hispania”.
Nada de extraño tiene el que fueran vascos los que incorporasen ese vocablo a la lengua de Castilla, pues vasca fue la nao capitana de Colón y cántabro su armador y maestre de la flota: el cartógrafo Juan de la Cosa, quien con otros siete marineros de la misma nación vascongada figuró entre los que primero pisaron el Nuevo Mundo. A los nombres de esos precursores hay que agregar la infinidad de patronímicos vascongados que ilustran la historia y la geografía de la América española; nada más lógico, pues, que unas provincias de las que salieron un Garay, un Legazpi, un Urdaneta, un Zumárraga, un Elcano, un Ercilla y hasta, por haber de todo, un Lope de Aguirre, que por tan diversos caminos engrandecieron a España, diera con el tiempo los hombres que darían un nuevo nombre a esa España engrandecida.
El nieto del Sr Caro Baroja, es decir, su tío Pío, un vasco que nunca tuvo pelos en la pluma, nos ha dejado en sus novelas, sobre todo en las del mar, hermosas relaciones de las proezas ultramarinas de sus paisanos en unos tiempos en que lo español era el género y lo vascongado la especie. La presencia vasca en Filipinas, por ejemplo, no se reduce a la fundación de Manila ni al tornaviaje del galeón de Acapulco, y a los nombres de Elcano, Legazpi y Urdaneta, añade Baroja, por boca del capitán Chimista, el del franciscano Melchor de Oyanguren, que fue el primero que hizo un estudio del tagalo comparado con otras lenguas; el de Lorenzo Ugalde, general guipuzcoano que luchó en el siglo XVII contra la Armada holandesa; el de Iñiguez de Carquizano, envenenado por un portugués cuando la expedición de Loaysa que le costó la vida a éste y a Elcano y en la que iba el joven Urdaneta; el de Francisco de Echeveste, general de las galeras de Filipinas y embajador del rey de España en Tonkín; el de Tomás de Endaya, constructor naval en Cavite; el de Francisco Esteíbar, que combatió por mar y tierra a chinos e ingleses en Filipinas en el siglo XVII; el de fray Miguel de Aozarasa, mártir en el Japón. Estos frailes y estos soldados no agotan la nómina; a ellos hay que sumar los mercaderes, muy en especial los de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, estudiada por Ramón de Basterra en Los navíos de la Ilustración. Esos navíos, fletados entre otros por el conde de Peñaflorida, padre de uno de los caballeritos de Azcoitia, llevan los libros y las ideas del Siglo de las Luces al Continente que en los dos siglos precedentes sus paisanos habían conquistado con la espada y evangelizado con la cruz.
Ese luminoso siglo no pudo empezar peor para los españoles, a los que nos dividieron en dos bandos dinásticos y, curiosamente, los vencidos del bando austríaco salieron mejor parados que los vencedores del bando borbónico. Los catalanes se libraron de la maraña jurídica del reino de Aragón gracias al decreto de Nueva Planta, y tuvieron las manos libres para comerciar en América al amparo de los máximos cargos públicos a los que también, gracias a los Borbones, tenían por fin acceso. En tiempos de Carlos III se traza el Camino Real a lo largo de California, y es un catalán, el capitán Gaspar de Portolá, quien descubre la bahía de San Francisco y funda la ciudad de su nombre, y un mallorquín, fray Junípero Serra, quien funda las beneméritas misiones. Logran en cambio recuperar Menorca de manos de la Pérfida Albión. En cambio, vascos y andaluces, que hemos luchado por el de Borbón, salimos descalabrados por los tratados de Utrecht, que a los unos nos quitan Gibraltar y a los otros el monopolio de la captura de la ballena y el bacalao en Terranova y en el Atlántico Norte. La Compañía Guipuzcoana nace para poner fin al contrabando holandés y ha de hacer frente al motín de Andresote, instigado por los holandeses de Curazao.
Maeztu por su parte refiere que uno de los virreyes catalanes del Perú, el marqués de Castelldosríus, nombrado por recomendación de Luis XIV como premio a haber abrazado en la guerra la causa de su nieto, fue a Lima “con la condición de permitir a los franceses un tráfico clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al morir Castelldosríus - prosigue Maeztu - y ser sustituído por el arzobispo de Quito, fue éste procesado por haber suprimido el contrabando francés…” Los contrabandistas, tanto franceses como ingleses y holandeses, debían de tener altos valedores en la colonia y en la metrópolis, porque a raíz de otro motín contra la Compañía Guipuzcoana, encabezado por el canario Juan Francisco de León en 1749, el Rey decretó la suspensión temporal de actividades, que no se pudieron reanudar hasta dos años más tarde. “Así se pierde un mundo”, comentaba Maeztu.
El bilbaíno José Luis Pinillos, vizcaíno de las Encartaciones, dice haber visto en el escudo del nuevo país independiente Saint Pierre-et-Miquelon la actual enseña de la región autónoma vascongada. Esas islas, antiguas colonias francesas como su nombre indica, al erigirse en Estado debieron de tomar esa bandera del Museo del Ejército francés, en los Inválidos de París, donde yo la he visto con asombro ocupando todo el rellano de una escalinata y con la leyenda constantiniana In hoc signo vinces. La bandera del Museo es la bandera del regimiento del duque de Berwick, el hijo bastardo de Jacobo II Estuardo y de Arabella Churchill que, derrotado por su tío carnal Marlborough en Irlanda, pasó al servicio de Luis XIV y se ilustró en la guerra de Sucesión española, donde ganó la decisiva batalla de Almansa en 1707 y tomó por asalto Barcelona en 1714. Lo curioso es que, en otra guerra posterior, ésta entre Felipe V y su primo Luis XV, el duque de Berwick invadiera con sus irlandeses y su “ikurriña” las provincias vascongadas donde tomó por asalto Fuenterrabía.
En Buenos Aires también y en plena guerra española, mientras Maeztu moría en Madrid a mano airada, desarrolló la idea de la Hispanidad otro gran español, don Manuel García Morente. García Morente simboliza la “índole íntima del hombre hispánico” en la figura del “caballero cristiano”, y esa figura - él mismo lo confiesa y proclama - la toma de otro vasco que no es un vasco cualquiera: San Ignacio de Loyola.
Entre el caballero cristiano de Loyola y el hombre de acción de Baroja está ese navegante solitario de nuestra época que es el capitán Etayo. Gerifalte de antaño visto al resplandor de la hoguera entre los cruzados de la Causa, el capitán Etayo pasea por los cinco mares las barbas de Valle-Inclán. El capitán Etayo ha visto monstruos marinos en el Mar de los Sargazos y ha peleado a las órdenes del Apóstol entre las piedras del Cuzco. Al capitán Etayo no puede venir nadie a contarle el viaje de Orellana ni la travesía del Darién, pues lo que otros hemos leído en los libros, él lo ha vivido en una carraca o en una balsa. El capitán Etayo es contemporáneo riguroso de aquellos paisanos suyos que estaban tan locos que emprendieron una epopeya cristiana y acabaron por inventar la Hispanidad.