El actor y director de cine Erich von Stroheim, nacido en Viena de padres judíos y cuyo nombre verdadero era Erik Oswald Stroheim, inició su carrera artística en el Hollywood del cine mudo en 1914, es decir, a comienzos de la Guerra Europea, en la que su físico no dejó de ser explotado en el «esfuerzo de guerra» de la naciente industria. A pesar de que el alemán de su juventud se reducía al dialecto de las clases bajas de Viena y de que el de su madurez sonara a estadounidense, encarnó a las mil maravillas una serie de personajes, de preferencia oficiales del Ejército zarista o austriaco, cifrados en la consigna publicitaria The man you would love to hate (el hombre al que te encantaría odiar).
No puede decirse que el agente de publicidad que tuvo esa ocurrencia fuera un mal psicólogo de masas y estoy seguro de que, si aún estuviera entre nosotros, René Girard me daría la razón. Hay momentos de tensión social, y el de la primera guerra mundial fue uno de ellos, en que era preciso movilizar a las masas contra un temible enemigo a través de un chivo expiatorio, en el que cada miembro de la colectividad concentra el odio que, como decía Freud, siente de sí mismo a través de los demás. A la crisis general de esta religión de la modernidad que ha llegado a ser la democracia no escapa la del país que es consustancial con ella, que es los Estados Unidos de América, cuya charanga electoral contempla el mundo estupefacto y un punto inquieto ante la catadura de los que aspiran a la máxima magistratura de la nación, pues si el republicano es el hombre a quien te encantaría odiar, la demócrata es la mujer de la que te encantaría divorciarte.
Yo me pregunto si ambos partidos se han inspirado, a la hora de proponer candidatos, en el agente de publicidad de Erich von Stroheim. Y es que, volviendo al «séptimo arte», casi todo lo que ahora se proyecta y se estrena es tan destructivo y tan decadente como los poderes políticos que lo subvencionan y las masas de «desheredados de la cultura» que toman por «arte» y por «cultura» algo que si es arte tiene más de «séptico» que de «séptimo». Uno de los síntomas de decadencia más acusados es el del lenguaje, de suerte que la «libertad de expresión» ha llegado a significar «suciedad de expresión». Ahí están, ya con la metástasis informática, las llamadas «redes sociales» que multiplican exponencialmente el lema sesentaiochista de “les murs ont la parole”, con el que se sacaba a la vía pública, hecha literatura mural, una sintaxis y una ortografía de patíbulo y urinario.
La muerte en el ruedo de un torero ha dado pie a que más de uno, en nombre de un «animalismo» de día en día más polisémico, haya tecleado atrocidades irrepetibles que han dejado perplejas a las propias autoridades de la nación. En efecto, mal pueden reprimir «la libertad de expresión» de los deslenguados quienes empapelan las avenidas de las ciudades con carteles obscenos o disculpan actos sacrílegos como inocentes chiquilladas. Luego están los contertulios de los medios de confusión, donde hay beatos de la libertad que dicen que esas expresiones ofensivas son un ataque a la «libertad de expresión» de los aficionados a la tauromaquia. Menos mal que tenía al lado un diplomático chévronné que, al estar ya jubilado y por lo tanto sin pelos en la lengua, dijo que la taurofobia no se reduce a los animalistas sino que los más rabiosos son los que rechazan la fiesta nacional por española y que, ésos sí, donde quiera que campan a sus anchas, tratan de suprimir todo lo que huela a España. Todos los sistemas políticos aspiran a ser eternos y no hay ninguno que lo sea, ni siquiera el Estado Pontificio, al que el liberalismo decimonónico hizo el gran servicio de recordarle que su Reino no es de este mundo.
Este mundo tiene su Príncipe, y éste, que sí que es tan eterno como la Santa Sede, sabe muy bien, como explica Girard, precipitar a sus súbditos en el caos hasta que éste se sale según él de madre, y entonces dice «hasta aquí hemos llegado». Y vuelta a empezar. Como dice Girard; «Satanás expulsa a Satanás». Ni la nación española la parió La Pepa, como claman los liberales, ni la democracia española La Nicolasa, como creen aún algunos demócratas. También el «régimen anterior» tenía sus días contados y esto lo sabía muy bien quien ostentaba su magistratura suprema, que consideraba «vitalicia», no «eterna», pues como buen gallego era desconfiado y, por mucho que lo dejara todo «atado y bien atado», a lo mejor sospechaba que quien viniera detrás lo iría a dejar «liado y bien liado».
Tan liado anda todo y tan encastillado cada cual en su parcela, tanto a nivel nacional como tribal –es inconcebible, por ejemplo, que se enfrenten a cara de perro partidos que sólo difieren en que quieren ser ellos quienes manden, pues las diferencias ideológicas no existen y las programáticas apenas se distinguen– que nadie ve cómo evitar que el Príncipe de este mundo se salga una vez más con la suya. A mí me consuela el hecho de que algunos, aunque sea por algo tan inocente como conmemorar a Cervantes, entretengamos la esperanza de que irrumpa Don Quijote en la venta y haga con los títeres de la política lo que hizo con los del retablo de Maese Pedro.