No ha conseguido Mariano Rajouy la investidura como presidente del Gobierno en primera votación, y nada hace prever que pueda obtenerla en la segunda. España parece sumida en un inextricable laberinto político. Sin embargo, tal vez haya en realidad más esperanza de lo que hoy parece.
Empiezo a escribir estas líneas en la mañana del 1 de septiembre. Ayer, Mariano Rajoy no conseguía la investidura como presidente del Gobierno en primera votación, y nada hace prever que pueda obtenerla en la segunda. España parece sumida en un inextricable laberinto político. Sin embargo, tal vez haya en realidad más esperanza de lo que hoy parece.
Cuando, tras las elecciones del 26 de junio, una opinión pública en buena parte incrédula se frotaba los ojos y contemplaba una victoria del Partido Popular con 137 escaños, algún columnista evocó la imagen del “Día de la Marmota”. España, encerrada en un bucle político que se repetía a sí mismo, tendría que resignarse –eso parecía entonces– a un nuevo gobierno de Rajoy. Un sector de internautas votantes de Podemos incluso especulaba con un posible pucherazo electrónico orquestado por Indra y teledirigido por el aparato del Estado, al servicio del PP. Carente de argumentos –salvo los meramente voluntaristas–, el tímido rumor se desinfló. Sólo quedó entonces la para muchos triste perspectiva de un nuevo Gobierno del PP.
¿Y por qué era tan triste esa perspectiva? Más allá de los numerosos casos de corrupción, del nulo carisma de Rajoy y de normas tan criticadas como la Ley Wert o la “ley mordaza”, es que –hagamos un poco de memoria–, a la altura del otoño de 2015, antes de las elecciones del 20 de diciembre, con Ciudadanos y Podemos creando una gran expectación, parecía clarísimo que España iba a experimentar una profunda renovación política. Fin del bipartidismo, tal vez hundimiento electoral de PP o PSOE, incluso de ambos; necesaria oxigenación de la atmósfera pública española e iniciación de una nueva etapa. Tras el 20-D, ya se vio que PP y PSOE no se colapsaban, e incluso aguantaban mejor de lo esperado. Tras el 26-J, la incertidumbre política que había durado seis meses parecía despejarse: nos gustase más o nos gustase menos, y apoyado de mala gana por Ciudadanos, Mariano Rajoy Brey volvería a ser presidente del Gobierno, aunque fuese en precario y seguramente no por cuatro años.
Ahora bien: la realidad es que el momento político de Rajoy ya ha pasado. Mariano Rajoy nunca ha ganado unas elecciones por méritos propios. Pudo y debió hacerlo en 2008 contra Zapatero, pero no supo. Sólo consiguió ganar en noviembre de 2011, cuando era totalmente imposible que no ganase, con una España al borde de ser intervenida y un Zapatero que ya se había escabullido del primer plano político. Gobernó hasta finales de 2015 explotando a fondo su mayor virtud: la capacidad de esperar, la reducción al máximo en la toma de decisiones, aguardando a que los misteriosos vientos del destino soplaran a favor de su nave. Lo hicieron hasta cierto punto; pero el inmovilismo del PP, su nulo esfuerzo de renovación interna –no basta con poner en la tele a Pablo Casado o Andrea Levy– y su absoluta falta de imaginación hicieron crecer a Ciudadanos, que cuenta hoy con más de tres millones de votos, y con un votante básicamente urbano, profesional y de clase media.
Cierto prohombre del Ibex ha comentado jocosamente que Rajoy sería un excelente presidente... del Casino de Pontevedra. Sin embargo, no se llega a donde lo ha hecho él sin algún tipo de virtudes. Zapatero tenía su intuición, sus golpes de efecto, su optimismo a veces temerario, su gusto por el riesgo y la aventura política. Por su parte, Rajoy dispone de su paciencia, su capacidad de “sentarse a leer el Marca” y después echarse una plácida siesta mientras sus rivales se agotan en un activismo con frecuencia estéril. Esa quietud, esa solidez funcionarial, tan cercana en el fondo a la inactividad que procede de no saber qué hacer, ha sido percibida finalmente como una virtud, y no como un defecto, por una parte de los votantes. Rajoy tal vez haya prestado ciertos servicios a España en un periodo crítico –de 2012 a 2015–; pero, como digo, su momento ya ha pasado.
Y es aquí donde entra en escena el otro personaje de este sainete con tintes kafkianos al que hoy asistimos: Pedro Sánchez, el del “no es no”. Tozudo como él solo, buen encajador, de verdadera mandíbula cuadrada –en un sentido tanto figurado como literal–. Parecía abocado a la abstención si Rivera votaba a favor de Rajoy tras alcanzar con éste un pacto de investidura –como ha sucedido–. Sin embargo, y pese a ciertos beneficios que podría reportarle esa postura, Pedro Sánchez calcula que los perjuicios serían mayores y, de hecho, fatales para el PSOE frente a Podemos. Y creo que no se equivoca. Con lo que su voto en contra, aunque pueda tacharse de empecinado y cerril, entra dentro de una lógica correcta, al menos según las reglas –propiamente hispánicas y muy poco racionales– que rigen dentro del universo político español.
Con lo que resulta que Sánchez el Empecinado va a rendirle finalmente, y de manera involuntaria, un servicio al devenir político de España. En unas hipotéticas terceras elecciones, hoy cada vez más probables, y salvo que entonces el centro-derecha sume 176 escaños y Rajoy pudiera gobernar entonces con el simple apoyo de Rivera y algún que otro diputado suelto, Pedro Sánchez mantendría su obstinada postura y nos conduciría a una situación ya francamente insostenible. En mi opinión, la única solución a este atasco consiste en la salida de Rajoy y su equipo, lo que obligaría al PP a efectuar una renovación interna para la que no se ha preparado en absoluto, pero que tendrá que abordar antes o después. En cuanto a Pedro Sánchez, su caída también me parece inevitable. Bajo su liderato, el PSOE no puede progresar electoralmente mucho más de donde se encuentra hoy. Si quiere captar en el futuro un sector de votantes tanto de Ciudadanos como de Podemos, tendría que ser con un secretario general y con unos parámetros de mensaje y de acción muy distintos de los actuales.
En cuanto a Ciudadanos y Podemos, no entraremos ahora en el análisis de su particular situación. Sin embargo, resulta obvio que el partido de Rivera se ha procurado un discurso, una imagen pública y un espacio político que le van a dar amplio juego en futuras elecciones, en los nuevos escenarios de gobernabilidad que puedan surgir. Mientras que Podemos se ha encapsulado a sí mismo en un extremo del espectro, con el PSOE como único posible socio hipotético de fuste; pero con una desconfianza tal entre ambos partidos, que tal eventual colaboración se prevé muy problemática en el futuro.
La atmósfera política de España tiene que regenerarse y oxigenarse. Los actuales mimbres no son los mejores para conseguirlo. Por motivos distintos, Rajoy y Sánchez tienen fecha de caducidad. Rivera ha venido para quedarse, aunque parece que no para aspirar a gobernar en primera persona, al menos de momento. Pablo Iglesias ha de enfrentarse a su peor enemigo, que es él mismo. Como digo, no son los mejores mimbres, pero son los que hay. Ya veremos si esta partida de ajedrez a cuatro bandas se desatasca por sí sola. Si no, sólo queda esperar que un factor imprevisto de algún tipo sacuda el tablero y altere sustancialmente nuestra hoy empantanada situación.