Los argumentos racionales -salida automática de la Unión Europea, fuga de empresas etc.- no hacen demasiada mella en aquellos que sueñan nada menos que con volver al paraíso perdido bailando sardanas y llegando al cielo subidos al más alto castell.
Después de todo lo escrito durante los últimos meses sobre el envite soberanista de Artur Mas y compañía, parece difícil añadir algo más a lo mucho que múltiples y muy autorizadas voces han dicho contra el chapucero y temerario prusés. Sin embargo, intentaremos no repetir una vez más lo que el lector, aquí o allá, ya ha leído.
Hace algunos años, leí el excelente libro Mater Dolorosa, del profesor José Álvarez Junco, en torno a la historia de la idea de España en los siglos XIX y XX. La competencia enciclopédica del autor en cuanto a la materia que trataba me pareció admirable; pero, al final de la obra, aparecía con toda claridad que, frente a toda esa metafísica trasnochada, Álvarez Junco -representante cualificado, a los efectos que aquí nos interesan, de la intelectualidad española contemporánea- no tenía nada que ofrecer, salvo una gris apelación a los valores del consenso constitucional de 1978. Una impresión análoga me causó, hace ya también años, una conferencia impartida en Cartagena, donde resido, por Benigno Pendás, habitual de las Terceras de ABC.
Podemos reírnos todo lo que queramos de la mitología franquista sobre la España imperial y citar con sorna aquello de la reserva espiritual de Occidente. Sin embargo, lo cierto es que, en aquella época del “¡Gibraltar español!”, en los medios intelectuales españoles aún existía una idea filosófica y metahistórica de España, deudora de Menéndez Pelayo, la Generación del 98 y Ortega y Gasset. Esa idea se transmitía luego al sistema escolar, donde, por ejemplo, la Enciclopedia Álvarez se atrevía a aventurar un significado espiritual de la bandera de España, jugando con el simbolismo del rojo (sangre) y el amarillo (oro). Algo así sería hoy, en cualquier aula o libro de texto españoles, completamente inimaginable.
Me parece que lo que está sucediendo estos días en Cataluña tiene mucho que ver -parafraseando a Lipovetsky- con nuestra propia “era del vacío” en versión española. En una España sin idea sustancial alguna sobre sí misma, sin fuerza centrípeta alguna que compense las tendencias centrífugas, un irresponsable de mandíbula cuadrada como Artur Mas ha podido creer que ahora ya todo era posible. Recuerdo bien mi estupefacción al escuchar la entrevista que le hizo Carlos Dávila en la Televisión Española de Aznar, recién llegado a la presidencia de la Generalitat. Mas me pareció un evidente peligro público, alguien dispuesto a cruzar, con esa voluntad granítica manifestada por su anguloso mentón, todas las líneas rojas. Recuerdo también mi estupefacción cuando, en 2010, el Parlamento catalán se atrevió a prohibir las corridas de toros en Cataluña. Creo que vetar la tauromaquia supuso cruzar una barrera mental sin cuya desaparición hoy no estaríamos donde estamos.
¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? Creo que las culpas están bastante repartidas. Es evidente que a Mas y sus corifeos les corresponde una cuota muy alta; pero tampoco es desdeñable, como sabemos, la de los sucesivos gobiernos centrales que han ido dejando crecer, a lo largo de las últimas décadas, el monstruo nacionalista. Ahora, Alberta Rivera, familiarizado con las más modernas técnicas americanas de marketing político, dice que no basta con decir “no” a la secesion de Cataluña; que hace falta un relato sugestivo para el futuro de España, un storytelling suficientemente seductor. Sin embargo, me parece muy dudoso, dada la liviandad intelectual de Ciudadanos y de todos los demás partidos políticos españoles actuales, que desde lado alguno reconocible quepa componer hoy un relato de tal categoría.
Cataluña sí que tiene hoy su propio storytelling, articulado en torno a tres ejes: el mito de 1714, el “España nos roba” y una futura Cataluña independiente como “Dinamarca del Mediterráneo”. Da igual que ninguno de los tres resista el más mínimo análisis: una buena parte de los catalanes, huérfanos de cualquier otro proyecto colectivo ilusionante, se han situado debajo de la Estelada, como si ésta fuera el roble vigoroso bajo el cual retornarán mágicamente a una Arcadia edénica. Tales catalanes ebrios de romanticismo nacionalista tampoco quieren reconocer lo que es evidente: que una hipotética Cataluña independiente por las bravas tendría que acostumbrarse a vivir en una durísima intemperie económica y condenada durante décadas a un severo ostracismo internacional.
Ahora, oigo la SER por la mañana e Iñaki Gabilondo propugna un próximo gobierno socialista de Pedro Sánchez que renegocie al más alto nivel el encaje asimétrico del hecho diferencial catalán en una Constitución que habría que reformar en una dirección claramente federal. Bla, bla, bla... Nada, palabrería insustancial. El Mundo y otros medios nos dicen que “hay que convencer a ese 48%”, pero ¿cómo convencer a los seducidos por un poderoso mito, si no se le ofrece un mito todavía más poderoso, todavía más seductor?
Ahora bien, ¿puede existir ese mito? Los argumentos racionales -salida automática de la Unión Europea, fuga de empresas etc.- no hacen demasiada mella en aquellos que sueñan nada menos que con volver al paraíso perdido bailando sardanas y llegando al cielo subidos al más alto castell. Hace falta algo más. Dicho brevemente, hace falta un sugestivo mito catalán insertado en un sugestivo mito español... insertado, a su vez, en un sugestivo mito europeo.
Aunque claro, esto de los mitos -políticos y no políticos- anda hoy tan de capa caída.... Y, sin embargo, nada desean tanto los hombres como vivir dentro de un mito: de un relato que, abarcando de un confín a otro del cosmos, dote de sentido a la existencia personal y colectiva. ¡Sentir que mi vida es, a múltiples niveles, una interminable y laberíntica aventura! ¿Acaso no es eso lo que todos querríamos?
Podemos dudar que haya a nuestra disposición materiales suficientes para tal empresa. Sin embargo, personalmente creo que sí los hay. Creo que habría que bucear en muy diferentes fuentes para intentar dar forma a ese mito “hispano-catalán” que sugiero. Desde Robert Graves y Sánchez Albornoz hasta Martín de Riquer y Juan Eduardo Cirlot. Desde Gaudí y el Barrio Gótico de Barcelona hasta la Plaza de Zocodover en Toledo o la Plaza Mayor de Madrid. Desde Jacinto Verdaguer hasta Manuel de Falla. Desde el Gárgoris y Habidis de Sánchez Dragó hasta la Biblioteca Haas de la Universidad Pompeu Fabra. Desde la condición astrológica sagitariana de España hasta la capricorniana de la Cataluña prudente e industriosa, que podríamos ver representada por la mallorquina Banca March.
Me parece que hoy nos hace falta una nueva mitología hispánica y una nueva mitología catalana. Nos hace falta volver a percibir a España como una realidad misteriosa, incluso “numinosa”, recordando el adjetivo acuñado por Rudolf Otto. También creo que los españoles deben redescubrir una España de la que hoy están alienados. Desde hace un tiempo, la Vuelta ciclista A España nos descubre cada año montañas de porcentajes imposibles y que casi nadie conocía. En su momento, con Un país en la mochila, Labordeta nos mostró una España desconocida para muchos. ¿Qué saben hoy los escolares españoles sobre los monumentos o las leyendas de las diferentes partes de nuestro país? ¿Para cuándo la presencia en nuestros institutos de una asignatura sobre antropología, folklore y misterios de España? ¿Para cuándo una gran serie en RTVE sobre fiestas, tradiciones e historia cultural de las diferentes regiones españolas? ¿Para cuándo el enseñarnos a volver a amar a España -Cataluña incluida- sin complejos?
¿Recuerda el lector la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de Barcelona? ¿A quién se puso sobre el escenario para que transmitiese al mundo entero un sentimiento solar del mundo y una poderosa corriente de alegría? Desde luego, no a Lluis Llach ni a María del Mar Bonet. No a ellos, sino... a Los Manolos, cantando, a ritmo de rumba, el Amigos para siempre. Me parece que una hipotética Cataluña independiente y anti-española caería, más pronto que tarde, en una melancolía similar a la que aqueja desde hace siglos a un Portugal desgajado en su momento de la Corona española y que no por casualidad ha hecho del fado su música nacional y de la saudade el sentimiento paradigmático del alma portuguesa. Pasada la euforia de una hipotética declaración de independencia por la vía de los hechos consumados y del saltarse a la torera todas las leyes que hiciera falta, una Cataluña anti-española no tardaría en pedir hora en el psiquiatra, para intentar exorcizar los demonios de su inconsciente sobre el cuero mullido del inevitable diván.
Cataluña no puede ser plenamente ella misma sin España, del mismo modo que España no puede ser plenamente ella misma sin Cataluña. Y ni una ni otra pueden serlo tampoco sin un gran mito, sin el cual, en realidad, termina revelándose muy problemática toda existencia humana, tanto individual como colectiva.