El ajedrez, esa típica actividad extraescolar chic de colegio privado, se nos va a extender ahora también a los públicos, fundamentalmente en Primaria y entre los 6 y los 9 años de edad.
Recientemente, y de manera excepcional, todo el Congreso de los Diputados se ha puesto de acuerdo en algo: impulsar el ajedrez en las escuelas, debido -según se nos dice- a sus múltiples beneficios. De manera que el ajedrez, esa típica actividad extraescolar chic de colegio privado, se nos va a extender ahora también a los públicos, fundamentalmente en Primaria y entre los 6 y los 9 años de edad.
La finalidad abiertamente manifestada por los impulsores de la iniciativa no deja de ser utilitaria: pues, al parecer, el ajedrez “mejora el rendimiento en matemáticas”. Y aquí, me parece, nos topamos ya con la primera falla grave de la iniciativa. Porque no existe la voluntad de que el ajedrez extienda sus efectos a los los distintos estratos y ámbitos del sistema educativo, no se pretende convertirlo -a él junto a otros elementos atractivos e innovadores- en algo atmosférico, en busca de sinergias ambientales que generen una masa crítica de transformación educativa. La concepción utilitarista en la que parece apoyarse la iniciativa del Congreso me parece insuficiente y miope. Está muy bien que haya un par de cursos con una hora semanal de ajedrez en los colegios; pero, si nos limitamos a eso, creo que nos quedamos a medio camino.
Personalmente, me encanta el ajedrez; pero creo que se incurre en cierta ingenuidad al ponderar sus virtudes formativas. Decía Unamuno que “el ajedrez desarrolla mucho la inteligencia... para jugar al ajedrez”, y tenía razón. Por supuesto, no niego que su práctica pueda surtir efectos positivos en otros ámbitos cognitivos y del carácter; pero es que todo ejercicio intelectual o físico coherente y estructurado en forma de juego los produce. Por lo demás, haríamos bien en moderar nuestro entusiasmo por el ajedrez como supuesto entrenamiento auxiliar para las matemáticas, pues la neurociencia ha demostrado que las interconexiones sinápticas producidas por una cierta actividad que se realiza de manera intensiva no necesariamente nos hacen mejores en otros campos.
Entonces, ¿dónde reside el verdadero valor formativo del ajedrez? Actividades que desarrollan ciertas aptitudes hay muchas: juegos de cartas, cantar en un coro, hacer malabares, el dibujo artístico, los juegos de mesa, la esgrima, hacer teatro o leer tebeos. En cuanto al ajedrez, me parece que su valor específico reside en dos elementos: el silencio y la concentración absorbente en una lucha mental. Lo característico del ajedrez consiste en la particular atmósfera que lo rodea. Un silencio “benedictino” concentrado en el microcosmos del tablero, análogo al silencio de una hora de atenta y solitaria lectura. El ajedrez, generador de silencio y que exige abismarse en el universo en que se convierte cada partida, constituye, así, un eficaz antídoto contra la gran enfermedad de nuestro tiempo: el ruido, el caos mental, el salto nervioso de unos estímulos a otros bajo el hechizo de las teclas y las pantallas. O, a otro nivel, el ruido confuso del mundo político y mediático, que necesita como medicina una buena dosis de silencio procedente de la inmersión en “otro mundo”. Por ejemplo, en el mundo de las partidas de ajedrez.
Nuestra época necesita jugar al ajedrez, igual que leer en silencio o ejercitarse -se hace cada vez menos- en el dibujo artístico, hoy también casi olvidado. Tenemos que volver a las actividades “claustrales”, “monacales”. El ajedrez no debe reducirse a una asignatura que proporcione a dos cursos de Primaria cierto aire sofisticado, pero que luego no reverbera ni genera ondas concéntricas más allá.
¿De verdad queremos que el ajedrez se convierta, dentro y fuera de las escuelas, en aquello que debería ser? Entonces, preocupémonos de reinsertarlo en el tronco vivo de la cultura, de las costumbres y usos sociales. En el mundo de Stefan Zweig, como hoy, entre nosotros, para un Pérez- Reverte, el ajedrez está unido a los cafés, a la literatura, a la poesía, a la navegación a vela, a una visión romántica del mundo. Nuestra sociedad ignorante e hipertecnológica se ha olvidado de todo esto. Y es ahí, a ese mundo de ayer, a donde nos urge hoy -de una manera moderna- regresar.