La visión de Aquilino Duque

Las Obras truncadas de José Antonio

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La reciente edición de las Obras completas de José Antonio Primo de Rivera, en edición de Rafael Ibáñez, ha tenido ante todo una virtud: descubrirnos a un personaje de infinitos matices, muy alejado del perfil tópico de “líder fascista” y, en muchos sentidos, íntimamente vinculado a lo mejor del pensamiento español de su tiempo. Aquilino Duque ha leído y presentado en Sevilla esta edición de la obra joseantoniana. Su enfoque es de enorme interés. Lo que hoy queda de José Antonio es, ante todo, un testimonio personal. Y eso ha sido capaz de sobrevivir a todos los avatares políticos. 

Con un Cristo muerto llegarían a comparar el barbudo cadáver del Che Guevara  en Bolivia muchos de sus admiradores. No creo que la vida del Che fuera un modelo de imitación de Cristo; nada más lejos de sus propósitos. Quién sabe si un punto de contrición, como dijo el poeta, dio al muerto desnudo cierto aire al Crucificado.  Grande e insondable es la divina misericordia. 

También los admiradores de José Antonio, entre los que me cuento, han llegado a pensar más de una vez en la analogía cristiana de sus tres años de vida pública y su muerte a la edad de treinta y tres, pero también en este caso la imitación de Cristo fue involuntaria, por más que aquí la fe fuera la brújula de una vida tan breve y a la víctima se le hubiera dado la oportunidad de preparase a bien morir, de enfrentarse a tan doloroso trance con una “decorosa conformidad”. 

Lo que esa muerte y las circunstancias que la rodearon tuvieran de ejemplo no era nada nuevo en nuestra raza y se ajustaba en todos sus extremos a las pautas de conducta que García Morente atribuiría al “caballero cristiano”. Para no ir más lejos, no es posible leer el episodio nacional Montes de Oca sin recorrer con asombro y con treinta y seis años de antelación el relato galdosiano de las últimas horas de José Antonio Primo de Rivera, prefiguradas en las horas pasadas en capilla por el caballeroso rebelde isabelino. 

La ley: forma y contenido

Esa muerte y los tres años de vida pública que la precedieron hicieron de José Antonio un símbolo y un mito, y es justamente para dar una idea de la condición humana subyacente en ese mito y ese símbolo para lo que se ha acometido la publicación de unas Obras Completas que más bien son Obras truncadas, como la vida del que las llevó a cabo. Él mismo, por activa y por pasiva, dejó constancia de su escasa afición a la política, en la que entró por motivos de lealtad filial, pero ya dijo Juan Bautista Vico, que el hombre acaba por hacer lo contrario de lo que se propone y, si no lo contrario, algo muy distinto, y una vez dado aquel primer paso que creía transitorio, la política lo arrastró en un torbellino del que sólo la muerte lo pudo liberar. Y es que en aquel “cerebro privilegiado”, como dijo Unamuno, había muchas luces, eclipsadas por la gran llamarada de la lucha política. De su maestro Ortega decía Corpus Barga que había querido ser muchas cosas; algo de eso le pasaba a José Antonio, que, si hemos de juzgar por muchos de los escritos que se exhuman ahora y otros que más o menos se conocían, quiso ser novelista, dramaturgo, poeta, diplomático y tratadista jurídico. La política, ya digo, cegó con sus fuegos muchos de esos anhelos, pero no deja de ser prodigioso que habiendo muerto tan joven hubiera dejado tanto empezado y sin acabar. 

Tanto en su correspondencia como en sus escritos jurídicos, que es lo único que no tiene carácter fragmentario, hay ideas y juicios de gran envergadura. Cierto que muchas de esas ideas las desarrollaría en artículos y discursos, y hay una en particular de gran importancia en la que establece la diferencia que existe entre la forma y el contenido de la ley. La ley era para Santo Tomás la ordenación de la razón al bien común por aquél que tiene a su cargo el cuidado de la comunidad; para Rousseau en cambio era la expresión de la voluntad general, es decir de la voluntad de la mayoría triunfante a la que se ha de someter la minoría derrotada. Para éstos, es decir, los demócratas, lo importante de la ley no es la ley en sí, sino el procedimiento por el que se promulga; para los otros, desde los tomistas a positivistas como Ihering, lo importante de la ley es el bien de la comunidad, que raras veces se reduce a los voceros de la “voluntad general”. Huelga decir de qué lado se inclinaba José Antonio. El sueño de Rousseau fue como el del aguafuerte de Goya, un sueño que produce monstruos, y de esa teratología onírica no se libran los regímenes del color que sea que dan la espalda al derecho natural y a los valores humanos, que son los de la persona, distintos muchas veces y aun opuestos a los derechos “del hombre”, también llamados en su día “del ciudadano”. Un ejemplo, aplicable tanto a regímenes totalitarios como parlamentarios, es aquél de que el derecho al aborto puede ser un derecho humano que choca con un derecho natural por excelencia: el derecho a nacer.

Actualidad de su pensamiento 

Al conmemorarse el centenario de José Antonio, yo hablé en público de la actualidad de su pensamiento, es decir, de la crítica que le merecía una coyuntura política en la que el sistema actual ha vuelto a sumir a nuestra patria, y esas críticas ante la degeneración republicana eran tan válidas como las de los hombres del 98, otros fantasmas incómodos para la situación actual, ante la decadencia de la Restauración. En esta coyuntura se disputan el poder dos facciones vueltas al pasado: una, a los “años bobos” (que dijo Galdós) del “zurcido canovista” (que decía Laín); otra, a los años lilas del desgarrón republicano. Ambas facciones tienen que habérselas con un tercero en discordia, auténtica bisagra del sistema, que es el separatismo. Para hacer aceptable a este último en sociedad democrática, la clase política lo denomina con el eufemismo de “independentismo” aun cuando muestre los colmillos, pero cuando saca las garras, lo llama “terrorismo”.

Llamamos terrorismo a la violencia cuando la ejercen nuestros enemigos, pero cuando la ejercen nuestros amigos lo llamamos protesta armada, resistencia, lucha callejera, guerra de partidas o simplemente guerrilla. La guerrilla, la guerra de guerrillas, es un invento español del que no estoy muy seguro del que debamos estar muy orgullosos, por mucho que naciera al calor del alzamiento nacional contra Napoleón, y es que la guerrilla es la guerra del débil y del cobarde, del que carece de fuerzas para hacer la guerra y recurre a la emboscada, a la sorpresa, al puro y simple bandolerismo. Esa guerrilla siempre ha gozado de buena prensa y buen cine, desde la segunda guerra mundial a las guerras descolonizadoras y revolucionarias de Argelia, Indochina y demás. Yo no veo la diferencia entre los actos de piratería antiespañola o de sabotaje antialemán que nos contaba Hollywood o las proezas de argelinos y vietnamitas, y lo que ahora pasa en Kabul, en Jerusalén, en Bagdad o en cualquier lugar de España cuando la llamada “izquierda abertzale” decide pasar a la acción. De todos modos, por mucho que la democracia llame terrorismo a estas acciones, lo que más castiga no es la violencia en sí, sino la reacción ante la violencia, y me remito al Cono Sur del continente americano. Por otra parte, los demócratas no distinguen entre “terrorismo” y “fascismo”, de suerte que califican sin inmutarse de fascistas a los que ejercen la violencia en nombre precisamente del antifascismo, del mismo modo que llaman “terrorismo” a lo que cuando les conviene llaman “resistencia”.

Fascismo y socialismo 

Nadie mejor que José Antonio nos puede aclarar las ideas a este respecto, y pie para ello le dio tanto un liberal como Juan Ignacio Luca de Tena como un socialista como Indalecio Prieto. José Antonio le escribe a Luca de Tena en marzo de 1933: “El fascismo no es una táctica –la violencia-. Es una idea –la unidad-. Frente al marxismo, que afirma como dogma la lucha de clases, y frente al liberalismo, que sostiene como mecánica la lucha de partidos, el fascismo sostiene que hay algo sobre los partidos y sobre las clases, algo de naturaleza permanente, trascendente, suprema: la unidad histórica llamada Patria”. A Prieto se dirige en un discurso parlamentario de julio de 1934: “…la gente, poco propicia a hacer distinciones delicadas, nos echa encima todos los atributos del fascismo, sin ver que nosotros sólo hemos asumido del fascismo aquellas esencias de valor permanente que también habéis asumido vosotros, los que llaman los hombres del bienio; porque lo que caracteriza al período de vuestro Gobierno es que, en vez de tomar la actitud liberal bobalicona de que al Estado le da todo lo mismo, de que el Estado puede estar con los brazos cruzados en todos los momentos a ver cuál trepa mejor a la cucaña y se lleva el premio contra el Estado mismo; vosotros tenéis un sentido del Estado que imponéis enérgicamente. Ese sentido del Estado, ese sentido de creer que el Estado tiene algo que hacer y algo que creer, es lo que tiene de contenido permanente el fascismo, y eso puede muy bien desligarse de todos los alifafes, de todos los accidentes y de todas las galanuras del fascismo, en el cual hay unos que me gustan y otros que no me gustan nada.”

A primera vista, cabría pensar que fascismo y socialismo son intercambiables, pero no es así, pues aunque tuvieran en común el sentido del Estado, los enfrentaba la idea de la Patria, sobre todo en unos tiempos de predominio de las Internacionales. Y esa idea de la Patria como unidad histórica era una idea que José Antonio tenía muy clara y que definió en más de una ocasión, una de ellas en la carta citada al marqués de Luca de Tena en la que decía: “La Patria… no es meramente el territorio donde se despedazan – aunque sólo sea con las armas de la injuria– varios partidos rivales ganosos todos del Poder. Ni el campo indiferente en que se desarrolla la eterna pugna entre la burguesía, que trata de explotar a un proletariado, y un proletariado, que trata de tiranizar a una burguesía. Sino la unidad de todos al servicio de una misión histórica, de un supremo destino común, que asigna a cada cual su tarea, sus derechos y sus sacrificios.”

Ahora que por desgracia contemplamos los estragos que hace en nuestra Patria el desarrollo “sin traumas” del “espíritu de la Transición”, desde la pachanga de las autonomías hasta el vilipendio de lo más sagrado y la exaltación de lo más abyecto, nadie que conserve un adarme de decoro puede dudar del acierto con que describe José Antonio al Estado liberal: “El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí propio.  Asiste con los brazos cruzados a todo género de  experimentos, incluso a los encaminados a la destrucción del Estado mismo. Le basta con que todo se desarrolle según ciertos trámites reglamentarios. Por ejemplo, para un criterio liberal, puede predicarse la inmoralidad, el antipatriotismo, la rebelión… Un Estado para el que nada es verdad sólo erige en absoluta, indiscutible verdad, esa posición de duda. Hace dogma del antidogma. De ahí que los liberales estén dispuestos a dejarse matar por sostener que ninguna idea vale la pena de que los hombres se maten.” 

Pero José Antonio va más allá cuando dice: “Para encender una fe, no de derecha (que en el fondo aspira a conservarlo todo, hasta lo injusto), ni de izquierda (que en el fondo aspira a destruirlo todo, hasta lo bueno), sino una fe colectiva, integradora, nacional, ha nacido el fascismo.” De hecho, una de las interpretaciones negativas del fascismo propiamente dicho, que es el italiano, consiste en decir que es el inveramento, la culminación de todo lo que arrastraba el Risorgimento. El Risorgimento arrastraba toda la escoria del romanticismo político, de la masonería liberal, pero también satisfizo el anhelo de los italianos de tener un Estado y una Patria común.

Si esto es fascismo, y desde luego lo era según José Antonio, nuestra inane e inculta clase política y periodística tributa un inmerecido homenaje a la barbarie separatista, que lucha por romper una gran nación, cada vez que la acusa de “fascista”. 

No quisiera yo, sin embargo, incurrir en la simplificación de despachar a José Antonio con la etiqueta de “fascista”, pues haría en primer lugar un flaco servicio a los recopiladores de estas Obras Completas, que han querido en lo posible abstraer al hombre de su circunstancia. Pero esta circunstancia pesa demasiado en el debe o el haber, según se mire, de una vida tan breve y en la que quedaron truncadas muchas ambiciones y muchos propósitos suyos que muy poco tenían que ver con la vida política.  Si es cierto, como decía su amigo Ridruejo, que la Falange empezaba y terminaba en él, hay que concluir que la Falange tuvo poco de fascista o bien que lo que de tal tuviera empezaba y acababa en José Antonio. El hecho es que la muerte fue su supremo acto de servicio, pues suministró al régimen que sobrevino una retórica, una dialéctica y una doctrina social. Todo esto se esfumó también con el tramonto de ese régimen, pero lo que no pudo ni podrá disiparse es la lección moral, la agudeza crítica, la pasión histórica, la voluntad de estilo, el ejemplo humano de que estos escritos incompletos son testimonio fehaciente.

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