Si al niño no se le sumerge en una rica atmósfera de palabras, relatos, juegos y cultura, en un océano invisible que dé plasticidad a su mente, entonces terminará convirtiéndose en un adolescente mentalmente subdesarrollado.
El otro día escuché las quejas de un profesor compañero mío sobre la creciente incapacidad de sus alumnos para entender unos conceptos que, según me explicaba, no eran nada complicados. Profesor de Dibujo se tiraba de los pelos al ver lo refractarias que se muestran las mentes juveniles de nuestros días ante todo lo que exija un poco de abstracción, de imaginación gráfica, de plasticidad intelectual. Y concluía su desahogo con la confesión de que él no sabía por qué pasaba todo esto, ni creía que nadie lo supiera.
Ciertamente, estamos aquí ante una cuestión compleja, en la que erraríamos si buscásemos explicaciones simplificadoras; pero las líneas maestras que revelan la raíz remota del problema que comento no me parecen difíciles de trazar. Dicho en pocas palabras: las mentes de nuestros jóvenes están insuficientemente trabajadas. Son como una tierra que se ha labrado poco y mal. A partir de este estado de cosas, todos los esfuerzos educativos posteriores han de resultar por fuerza penosos, desalentadores y básicamente baldíos.
En El pequeño salvaje, aquella deliciosa película de Truffaut, se nos mostraba lo que sucede cuando un niño no es sumergido a tiempo en el universo social humano y en el multiforme mundo del lenguaje. El principio resulta válido también para ese otro lenguaje conformado por el universo cultural: si al niño no se le sumerge en una rica atmósfera de palabras, relatos, juegos y cultura, en un océano invisible que dé plasticidad a su mente, entonces terminará convirtiéndose en un adolescente mentalmente subdesarrollado.
En otros tiempos, esa inmersión sí se producía en un grado muy apreciable. El lenguaje de los mayores, el contacto frecuente con los abuelos, las tradiciones populares, las festividades y ceremonias religiosas, los refranes, las leyendas del lugar, los juegos populares etc. etc.: todo ese conjunto de elementos contribuía poderosamente a que la mente del niño se despertara a la poliédrica realidad del mundo.
Esa cultura antropológica de carácter popular se complementaba con un lento trabajo que se llevaba a cabo dentro de la escuela. Pensemos, por ejemplo, en una escuela española de 1965. ¿Qué encontraríamos allí, si pudiésemos desplazarnos en una máquina del tiempo? Pues, entre otras cosas, muchos poemas, dibujos, rimas, fábulas, canciones escolares, cuentos, relatos moralizantes, trabajos manuales, ejercicios de caligrafía, dictados, copiados, redacciones, búsquedas en el diccionario, modelados con plastilina, etc., etc. Si nos concentramos en lo negativo, claro que había también cosas que no nos gustan: excesivo memorismo, castigos físicos, escasa atención a la dimensión emocional del alumno –lo cual no sucedía exclusivamente en España, por otra parte–; pero es un hecho que, con todos los aspectos criticables que se quiera, la escuela de 1960 o 1970 proporcionaba al niño una excelente gimnasia mental.
¿Qué es lo que, en cambio, tenemos hoy? Pues, básicamente, una crisis de los dos aspectos de la cultura que estamos comentando. En primer lugar, crisis de la cultura antropológica, por la actual decadencia de todo tipo de tradiciones; y, en segundo, una paralela crisis de la cultura académica. Y no sólo porque, desde la perspectiva de los cultural studies, se haya criticado, por ejemplo, el “canon occidental” de un Harold Bloom. Es que se ha dejado de creer en toda una imagen del mundo que hoy se considera “anticuada”, “inservible” para el modernísimo siglo XXI. Si nos centramos en la escuela, ello ha producido un derrumbe del clásico concepto artesanal de la enseñanza: parece seguirse haciendo más o menos lo que se ha hecho siempre; pero, en realidad, se escribe poco, se canta poco, se dibuja poco, se hace poca caligrafía [en Finlandia ni siquiera les van ya a enseñar a escribir a mano. N. de la Red.], se copia poco, se recitan pocos poemas, se aprenden pocas rimas, se cuentan pocas hazañas –o, más bien, ninguna– etc., etc. En lugar de eso, la escuela se lanza hoy con furia irreflexiva a un supuesto bilingüismo y se sobrecarga al alumno con un montón de actividades mal concebidas y de más que dudosa eficacia educativa.
Aunque siempre hay que evitar la tentación de pensar que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, lo cierto es que, educativamente, las décadas de 1960, 1970 y 1980 fueron en España mucho mejores que lo que hoy tenemos. Un alumno que crecía y estudiaba en aquellos años vivía en una cultura antropológica más rica y estructurada que la actual y en una escuela simbolizada por las famosas Enciclopedias Álvarez. Mucho copiar de la pizarra y poca o ninguna fotocopia. Todo obligadamente despacio, nada demasiado deprisa. La Ley de Educación de Ruiz Giménez (1953) y el Bachillerato de 1957, justamente alabado entre nosotros por Pérez Reverte, constituyen hitos de un tipo de educación hoy desaparecida.
Ahora bien: no se trata sólo de que los manuales escolares de aquellos años estuviesen mucho mejor escritos que los actuales libros de texto, ni de que se leyese mucho más en voz alta, ni de que se cantase o se dibujase mucho más. Fuera de la escuela, otros muchos elementos coadyuvaban a trabajar la mente y la sensibilidad de los alumnos, a dotarlos de esa plasticidad que hoy echamos en falta.
Pensemos en el mundo de los tebeos, con el que tantos tenemos contraída una enorme deuda de gratitud.
Pensemos también en los álbumes de cromos, en todo ese universo hoy olvidado casi por entero.
Pensemos en la Radiotelevisión Española de 1960, 1970 y 1980: cine de aventuras, cine clásico, el teatro de Estudio 1, Mundo submarino de Cousteau y tantas otras cosas que todos recordamos.
Pensemos en las clásicas enciclopedias de papel que existían en tantos hogares de clase media.
Pensemos en las novelas de Enyd Blyton: Los cinco, los Hollister, El Club de los Siete Secretos.
Pensemos en los cines de barrio, en las sesiones dobles, en las matinales, en ese mundo al que rindió homenaje Cinema Paradiso.
Pensemos en el mundo de los programas de radio.
Pensemos en los juegos de mesa, simbolizados entre nosotros por los Juegos Reunidos Geyper. O en el Cinexín y el Exín Castillos.
Pensemos en los niños jugando en la calle al escondite o a las canicas con los vecinos del barrio. Pensemos, en fin, en todo ese mundo que vimos hace unos años en Cuéntame.
Con estas o aquellas modificaciones, todo este mundo existió hasta la década de los ochenta. Con la de los noventa ya empezamos a entrar en la sociedad que hoy conocemos. Vino la LOGSE, vino la telebasura, vino la progresiva ruina de RTVE. Desaparecieron los tebeos. Llegaron los dispositivos electrónicos de todo tipo. Vino el Póntelo, pónselo. Vinieron los videojuegos y los móviles, las redes sociales, Gran Hermano, el Sardá de Crónicas Marcianas y La que se avecina.
Por supuesto, ni todo es malo ahora ni todo era bueno antes. Y, sin embargo, creemos poder sostener, con bastante poder de convicción, que efectivamente se ha producido la gran mutación psico-social y cultural que hemos bosquejado en los párrafos anteriores. Una mutación que tiene, como una de sus consecuencias más llamativas, el tipo de alumnado que hoy nos encontramos en la escuela, en los institutos y en la universidad.
Mutatis mutandis, este proceso se ha verificado también en los demás países occidentales. De manera que hoy se clama universalmente contra la “crisis de la educación”. En opinión de muchos, la solución estaría en la escuela 2.0 del siglo XXI. Y, sin embargo, creo que se equivocan de medio a medio. La solución no está en el papanatismo de las tablets ni en el bilingüismo torpe que hemos introducido en España. Se repite que “tenemos aulas del siglo XIX, maestros del siglo XX y alumnos del siglo XXI”, pero es mentira. Las aulas del siglo XX eran con frecuencia mucho más estimulantes que las actuales. Las pizarras digitales y la conexión a Internet tampoco son en sí mismas la panacea. Y sí, tenemos “alumnos del siglo XXI”; pero lo que estos alumnos necesitan no es una educación cada vez más tecnologizada, sino una que recupere el carácter lento y artesanal que actualmente ha perdido. Los alumnos tienen que cantar, dibujar, escribir, leer, modelar, recitar, construir. Ese es el mejor humus para que luego, con tecnología o sin ella, se lancen a explorar el proteico caleidoscopio del mundo.
El profesor de Dibujo al que me referí al inicio de las presentes reflexiones da clases en una Facultad de Arquitectura. Y me cuenta que allí son muchos los que sólo quieren líneas rectas, formas geométricas puras a lo Bauhaus, sin vestigio de escultura alguna en las instalaciones, ya que tales cosas las consideran desagradables residuos del pasado. Y, sin embargo, es a ese pasado lo que hoy tenemos que retornar. Una forma artesanal de enseñar y de vivir la vida. Porque sí, también hemos olvidado lo que antes se denominaba el “arte de vivir”.
Non nova, sed nove, decía el adagio latino: no se trata de hacer cosas nuevas, sino las de siempre de un modo nuevo y original, el que sintamos como propiamente nuestro. El principio vale para la educación, y también –fractal que es el mundo– para mucho más.