Lo único que nos queda… es el diccionario. Hay que reencontrarse humildemente con el universo primigenio de las palabras y de las cosas. La locura, la desvergüenza política que hoy nos rodea tiene su raíz precisamente en el desprecio sofista y posmoderno de las palabras, borrachera de soberbia que nos ha llevado al desprecio de todo lo demás.
Hace unos años, de vez en cuando compraba el diario Público cuando lo veía en algún quiosco. Infumable ideológicamente, insustancial filosóficamente, pero atractivo desde varios puntos de vista y hecho por gente con talento. No me alegré en absoluto cuando desapareció la edición en papel. Además, sentía simpatía por sus promociones de libros -clásicos de la izquierda, pero también clásicos en general-, mucho mejores que, pongamos por caso, las casposas películas de La Razón.
Siempre pensé que Público tenía derecho a existir. También he pensado siempre que, con el atentado contra Carrero Blanco, España perdió a un magnífico presidente. Carrero estorbaba a Kissinger y a un sector del Régimen, así que había que ponerles las cosas fáciles a los inexpertos y jóvenes etarras: una verdad que ya es casi un lugar común, pacíficamente admitido si no por todos, sí por cada vez más. Luego vino lo que vino, y hoy estamos donde estamos. Al final de un gran error que arranca de la época tardofranquista y llega hasta nosotros.
Ni que decir tiene que no espero nada de Pablo Iglesias ni de sus demás amigos de Políticas. Ahítos de ideología, duchos en una crítica hoy nada difícil, pero analfabetos en el complejo y sutil arte de construir, Podemos es tal vez, sin embargo, una Némesis necesaria. Hemos enterrado demasiada suciedad bajo la alfombra: la mentira de Estado de Alcásser -tema en el que ningún presidente del Gobierno ni ningún gran medio de comunicación se ha atrevido nunca a entrar- es como un símbolo que compendia otros muchos pecados. Iglesias brama contra la casta. Pero no es momento para meras diatribas fustigadoras. Es momento, me parece, para el examen de conciencia. Callar, pensar, arrepentirse. Y para analizar con dolor y lucidez cómo hemos llegado hasta aquí.
Podríamos utilizar la actual crisis de Televisión Española como una metáfora para lo que le ha sucedido a España en general. En la década de 1970, y también antes, RTVE era un hervidero de talento y creatividad, y los programadores tenían la cabeza muy bien amueblada. Hoy, sólo la salvan de la irrelevancia mediática Isabel, Águila Roja y la inconciencia de Mariló Montero. Entretanto, nos cargamos el latín en los institutos y Filosofía y Letras en la Universidad, llevamos el AVE hasta Albacete, construimos submarinos que no flotan, levantamos aeropuertos fantasma y tantas otras cosas vergonzosas que todos sabemos. PP y PSOE creían tener bien controlado el sistema bipartidista, pero parece que hasta eso va a saltar por los aires. Podemos es el ariete que derribará el portalón del desvencijado castillo. Por desgracia, con un ariete no se puede hacer nada más que derribar.
Como se sabe, Carrero era un dibujante amateur de notables dotes, y Franco un cinéfilo sin pretensiones intelectuales que durante décadas reservó dos tardes a la semana para sus sesiones de cine. Dibujar, ver cine: cosas mucho más importantes de lo que parece en esta España de arietes y derribos. Lo que más me gusta de Pablo Iglesias es que le guste el baloncesto; pero ya he comprobado que también ahí sus análisis adolecen del mismo esquematismo apriorístico que lastra los que hace en otros muchos campos. Seguro que no quiere que le explique por qué Marc Gasol es el boss de los Grizzlies. Son muchos los que creen que piensan, pero pocos los que se atreven realmente a pensar.
En el año 2000, el ayuntamiento de Ferrol, dominado por la izquierda y los nacionalistas del Bloque, decidió remodelar la Plaza de España con el único objetivo de cargarse la estatua ecuestre de Franco que había en su centro. Resultado: lo que se cargaron fue la emblemática plaza y contribuyeron muy eficazmente a sumir a Ferrol en la atmósfera de melancolía y desánimo que envuelve desde hace tiempo a la ciudad. Pablo Iglesias habría aplaudido la iniciativa y brindado con champán el día que se retiró la estatua, la cual fue trasladada a una sala del Museo Militar. Sólo durante un tiempo: como atraía a curiosos y visitantes, al final se la quitó también de ahí y, según mis noticias, actualmente está oculta bajo un grueso plástico en un almacén del puerto. Hasta ese punto llega la mezquindad y la cobardía de unos políticos municipales que son fiel reflejo de la vulgarísima España de hoy.
Como no tengo una bola de cristal, no sé qué va a pasar en las próximas elecciones generales. Habrá descalabro del PP, descalabro tal vez menos catastrófico del PSOE, fulgurante aparición de Podemos; pero no sabemos al final quién gobernará. Rajoy se retirará antes o después, probablemente en beneficio de Soraya. Da igual: nada de todo eso puede servir para regenerarnos.
Entonces, ¿qué nos queda? El CIS nos dice que, en un ambiente de desencanto político generalizado, una de las instituciones mejor valoradas por los ciudadanos es el Ejército; pero tampoco éste se ha librado del clima de corrupción extendido por toda nuestra vida pública. Con una Universidad cuyo prestigio anda hoy también por los suelos, me parece que ya sólo nos queda la Real Academia Española. No es que abogue yo, claro, por que los señores académicos se metan en política. Lo que en realidad digo es que lo único que nos queda es el diccionario.
Creo que la única oportunidad de verdadera regeneración que nos queda no puede venir del mundo de la política. Primero hay que ir a otro sitio, mucho más misterioso: hay que reencontrarse humildemente con el universo primigenio de las palabras y de las cosas. La locura, la desvergüenza política que hoy nos rodea tiene su raíz precisamente en el desprecio sofista y posmoderno de las palabras, borrachera de soberbia que nos ha llevado al desprecio de todo lo demás. Sobre todo si era bello, justo y bueno. Sobre todo si no era hueco, si tenía el atrevimiento de ser denso y real.
¿Nos hemos preguntado por que la RAE se ha convertido en una institución superstar de los medios españoles, por qué interesa a los jóvenes, por qué atrae a casi todos? Porque allí todavía parece haber cosas sagradas, que no se tocan, que no se manosean. Porque allí presentimos la selva maravillosa del mundo. El diccionario es un santuario -mal que le pese a las feministas furiosas y otras especies de esta laya-, y a los santuarios se entra con respeto, con el ánimo sobrecogido del peregrino.
Es ese respeto y ese ánimo lo que España ha perdido y lo que hoy debe recuperar. Lo demás se nos dará por añadidura.