Se equivocan los reyes cuando pretenden contentar al pueblo adoptando actitudes excesivamente cercanas a él. Se equivocan también las aspirantes a reinas que conciben su futuro cargo como una posibilidad pública de hacer pedagogía o dar lecciones sobre uno u otro tema.
Un rey lo es en función de su configuración arquetípica, es decir lo es si actúa, piensa y siente como rey, y si además simboliza en sí mismo lo que representa toda una nación, con su diversidad y pluralidad, por supuesto, pero sin fisura alguna en cuanto a la encarnación personal de ella.
En estos momentos de fanatismos de una y otra índole, de exaltados, de rupturistas, de resentidos, comunistas, impotentes y otros elementos que ponen en peligro el futuro del Estado, se hace urgente y necesario que el rey recupere toda su autoridad institucional y arquetípica.
Solo desde esa posición existe la posibilidad de mover el inconsciente colectivo que nos une desde hace más de quinientos años y movilizar las psiques de todo un país en aras de una causa común. Si la campechanía o la necesidad, estratégica, de querer contentar a todos le hacen parecer demasiado popular, o le llevan a errores del tipo de tener que decir “lo siento” por televisión, su significado quedará en nada.
El rey ha tenido, tiene y probablemente seguirá teniendo amantes, le gusta cazar, comer bien, las rancheras y los chistes verdes… ¿y? ¿Qué queremos? ¿Un monje tibetano? Además le ha salido un yerno listillo que nunca se creyó nada porque era pueril y astutillo, y la monarquía le venía grande. Pues muy bien, que pague el susodicho lo que tenga que pagar.
Muchos, los que somos de la edad de los hijos del rey, hemos crecido viendo como todos se “aborbonaban” y el feísmo se introducía progresivamente en los rostros de aquellos simpáticos niños.
El príncipe se casó con la “lista Calista” (aunque esforzadita lo es, no me lo nieguen); y las infantas, una con un fanático de la moda, y la otra, con uno de los negocios fantasma… Pues bueno, la vida es así. Muchos padres hacen lo que pueden para dar una excelente educación a sus hijos y luego pasa lo que pasa.
En todo caso lo importante en toda esta historia es que Su Majestad vuelva a incorporarse a la dinastía que entronca con la España que era un imperio y en la que hubo un momento en el que nunca se ponía el sol (¡qué lástima que lo perdiéramos!), y signifique la autoridad moral, institucional y “alquímica” que nunca debió perder.
A Juan Carlos I carácter no le falta, ni capacidad; tiene los criterios muy claros y sabe lo que hay que hacer. La cuestión es si el adolescente Mariano y el zorro Rubalcaba le dejarán actuar, o lo tendrán retenido haciendo el paripé “buenista” tan habitual en estos tiempos.
Y una última cosa, un pequeño ejercicio. Cierren los ojos y por un momento piensen con algo de pompa interior en estas palabras: “Su Majestad el Rey de España”, repítanselas dos o tres veces y conecten con la historia, sientan la fuerza, la marea que las acompaña, el profundo y fuerte significado que tienen y noten que de volver a ser encarnadas todo volvería a ponerse en su sitio.
¿Hay alguien ahí?
¡Su Majestad… el Rey de España!