El sentido de la muerte y de la vida

En un artículo publicado en marzo-abril de 2008 en la "Nouvelle Revue d´Histoire", y del que ofrecemos sus principales extractos, Dominique Venner tenía ya muy claro lo que para él —y para toda la tradición de la Antigüedad en la que Europa hunde sus raíces— representaba el suicidio. No un encadenarse, no un supeditarse a la muerte y a sus pompas. Exactamente todo lo contrario.

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El ansia de un comportamiento noble es algo que ha sobrevivido a la desaparición de la nobleza como cuerpo social. La actitud ante la muerte siempre distingue y juzga a un hombre. La muerte voluntaria, atributo del Japón de los samuráis, pude traducirse, de este modo, en alta aspiración al honor y a la dignidad.

Hay, por supuesto, suicidio y suicidio. El del escritor japonés Mishima, especie de suicidio de protesta contra el estado de indignidad en el que había caído su país, no tiene el mismo sentido que el suicidio desesperado de Stephan Zweig y de su mujer en 1942. Sin embargo, el segundo inspira algo más que compasión. La muerte es el término obligado de cualquier vida. Nadie se escapa. ¿De dónde viene entonces que a menudo nos sintamos sobrecogidos de respeto cuando el que muere se ha matado voluntariamente?

En ciertas situaciones nuestra idea de la dignidad hasta convierte al suicidio en una exigencia de honor. Es imposible no sentir estima por el almirante von Friedeburg, último comandante en jefe de la Kriegsmarine, que se dio muerte después de haber sido obligado a firmar la capitulación de 1945. Causa asombra, en cambio, que en Diên Biên Phu el comandante que se había encerrado en el campo no se hubiera suicidado en el momento de la rendición.

En 1945, la invasión de las tropas soviéticas en Pomerania y Prusia oriental entrañó un número incalculable de suicidios en la población alemana. El Diario de guerra de Erns Jünger, una figura de la oposición a Hitler, lo ha descrito con toda claridad. […] «Los disparos resonaban en los alrededores como en una batida de caza […] mientras se oía gritar a las mujeres y veíamos la luz de las llamas. La dueña del castillo, una mujer de treinta años, mató a toda su numerosa familia, a su anciano padre, así como a sus hijos y luego se pegó un tiro en la cabeza. Estos sitios no llevan nombre, pues sitios así los hay a millares». […]

En la Alemania de aquellos años terribles sucedía como en el Japón de los samuráis. «Hace falta prepararse a la muerte mañana y noche y día tras día», se dice en el Hagakuré. ¿Por qué? Porque el miedo a la muerte le convierte a uno en esclavo y le dispone a la esclavitud.

En la tradición europea

En la tradición europea el suicidio se honraba tanto como lo hacían los samuráis. Releamos a Tácito. Cuando Catón de Útica, Séneca, Petronio y tanto más ponen voluntariamente fin a sus días, son fieles a la filosofía estoica que enseña a morir si ya no vale la pena vivir. Numerosos ejemplos femeninos, la legendaria Lucrecia, Servilia, esposa de Lepidius, o Arria que animó a su marido Pætus clavándose un puñal en el pecho (Pæte, non dolet) muestran que los romanos tenían un sentido igual de vigoroso de la dignidad, del valor y del deber.

Aunque de forma menos constante, la Antigüedad griega también honraba la muerte voluntaria. En primer término, en la persona de Aquiles, héroe por excelencia que escogió, con conocimiento de causa, una vida breve y gloriosa antes que una existencia larga y mediocre. Otro ejemplo para los griegos era Ajax, que borró con su suicidio su deshonor. Se sabe que los celtas practicaban el suicidio al igual que los romanos. Abundan los ejemplos en su historia: tanto el de Brennus como el de los guerreros de Numancia que prefirieron darse la muerte antes que sufrir la derrota y la cautividad, es decir, sufrir una vida indigna.

La condena del suicidio sólo se introdujo progresivamente en Occidente a partir de san Agustín. Estando sometido a Dios, el hombre no podía disponer de su vida. En Inglaterra, hasta 1870 se confiscaban los bienes de los suicidas. Quien fallaba su suicidio era condenado a la cárcel: una pena leve frente a lo que se practicó hasta el siglo XVII, en que el suicidado era arrastrado por un caballo y luego colgado en la horca. En Francia, hasta la Revolución no se era tampoco mucho más clemente: el cadáver de un suicidado era quemado sobre estiércol. Cuando se trataba de un noble, se podía incendiar su castillo. Sin embargo, se introdujo una cierta tolerancia a partir del Renacimiento, que permitió redescubrir el estoicismo y los ejemplos romanos. Se meditaba a Plinio el Viejo, quien recordaba que la superioridad de los hombres sobre los dioses consistía en poderse morir. Lucas Cranach podía pintar su retrato de Lucrecia clavándose un puñal en el pecho para escapar al deshonor. Se deberá esperar, sin embargo, la llegada de la III República para que la enseñanza pública tribute homenaje a la muerte voluntaria de Vatel, mayordomo del príncipe de Condé, que se creía deshonrado.

La muerte de Drieu, Montherlant y Saint-Exupéry

En muchas ocasiones, el suicidio otorga una gracia ennoblecedora a una vida amenazada por la indignidad. Se puede pensar en tres ejemplos contemporáneos, que Jünger destaca en Jardines y senderos, la primera parte de su Diario de guerra, los cuales fueron valerosos en la guerra —escribe— sin por ello ceder al odio. Se trata de los escritores Drieu la Rochelle, Montherlant y Saint-Exupéry. […] Decía el primero de ellos en su carta de despedida a su hermano: “Considero una dicha poder mezclar mi sangre a mi tinta y dar seriedad desde todos los puntos de vista a la función de escribir”. […] Por su parte, Henry de Montherlant escribió: “Uno se suicida por respeto hacia la vida cuando la vida ha dejado de ser digna de uno. ¿Y qué hay más honroso que este respeto de la vida? Desde luego. En estricta ética, el derecho al suicidio sólo se ve limitado por el dolor que se puede infligir a los allegados o por la exigencia de un deber que impone seguir viviendo, aun a costa de sufrir.

Aunque, en el caso de Saint-Exupéry, su muerte voluntaria no se puede probar con la misma certeza absoluta que existe para Drieu la Rochelle y Montherlant, todo permite suponer que tal fue el objetivo de su última misión aérea sobre el Mediterráneo aquella mañana del 31 de julio de 1944. […] En su Carta al general X, escrita en 1943, ya declaraba su aversión por el mundo que ante él se alzaba: «Odio mi época con todas mis fuerzas […]. El hombre está castrado, cortado de sus resonancias originales». En una carta escrita la víspera de su muerte decía: «Cuatro veces he estado a punto de palmarla. Me resulta vertiginosamente indiferente. Ante el peligro de la guerra estoy lo más desnudo, lo más desprovisto posible”. […]

Drieu la Rochelle, Montherlant, Saint-Exupéry, tres destinos distintos, pero magnificados por una muerte decidida. A partir del gesto que no tiene vuelta atrás, grandeza y dignidad son sus blasones. En unos tiempos en que sólo deambulan por ahí unas vidas que no son nada y no tienen otro objetivo que vivir por vivir, cualquiera que sea su vacuidad, la muerte voluntaria es el acto sin igual que restaura un sentido a la existencia. Constituye uno de los más vigorosos mentís al nihilismo. Afirma otros valores que el disfrute y la utilidad, y otros horizontes que el geriátrico. Restaura la nobleza del desinterés y de la autenticidad. Proclama la soberanía que uno ejerce sobre sí mismo. Su mero pensamiento, como decía Cioran, puede incluso impedir el suicidio. La idea de recurrir a él es incitación a la excelencia.

© La Nouvelle Revue d’Histoire. Marzo-abril de 2008.

 

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