Hoy desunida, socavada por influencias nocivas y deletéreas, Europa se encamina, a gran velocidad, hacia la disolución de su antigua civilización y la desintegración de sus naciones, bajo los efectos combinados del envejecimiento, la inmigración y la esclerosis económica. Las viejas naciones europeas están amenazadas en su existencia por su crisis demográfica y los efectos de la inmigración masiva, mientras que los Estados europeos han sido desplazados por las nuevas potencias mundiales. Sería completamente ilusorio considerar a la impotente Unión bruselense como un actor capaz de rivalizar con China, la India, Japón, Rusia o los Estados Unidos, que son Estados coherentes y pujantes. A falta de recursos propios, sabemos que los débiles Estados europeos se ven obligados a ceder sectores enteros de su economía nacional a las sociedades capitalistas chinas, indias o árabes.
Contrariamente a lo que pretenden los adoradores de la mundialización, un Estado fuerte, encarnación del poder, así como el gran espacio estatal, continúan siendo los únicos y verdaderos actores internacionales. Cuando se comprenda esto, comprenderemos también que no existirá nunca un conjunto europeo, una potencia europea capaz de garantizar la supervivencia de sus pueblos y de sus naciones culturales, hasta que no exista un auténtico Estado europeo identitario, una robusta República europea de tipo federal que recupere y proteja la sustancia de las antiguas naciones, instrumento político al servicio de los pueblos y de los ciudadanos europeos de origen.
No existirá una potencia europea capaz de garantizar la supervivencia de sus pueblos y naciones culturales hasta que no exista un auténtico Estado europeo identitario.
Todo se conjuga, por el momento, contra la edificación de un Estado político europeo. Los mundialistas, inventores del sistema bruselense, se complacen en pensar en un mundo sin enemigos en cuyo seno sus utopías democráticas se difundirían gracias a un mercado planetario que está arrasando las sociedades europeas. En el lado opuesto, los soberanistas nacionales se encierran en un discurso de encantamiento que ignora la brecha entre la debilidad de las antiguas naciones y sus declaraciones de intenciones. Por otra parte, los movimientos populistas, engendrados por el hartazgo de las poblaciones frente a las insoportables condiciones de vida, se encierran en el ilusorio repliegue prenacional y en el rechazo de la identidad europea.
Sería, por tanto, desesperante esta situación si no sobreviniera de forma imprevista un “choque sistémico”. Un choque causado por una convergencia de crisis. Esto tiene, como casi todo, su parte buena y su parte mala. El ineluctable choque sistémico que vendrá necesariamente, provocará que el poder reinvierta las erróneas imágenes que nos abruman, favoreciendo la emergencia de una conciencia europea, de “una voluntad comunitaria de supervivencia y de existencia libre en una misma soberanía”. Con otras palabras, el surgimiento de un nuevo europeísmo.
Los tiempos difíciles que esperan a la seudo-Unión europea y a los europeos darán buena cuenta de las instituciones bruselenses. Pero también obligarán a los europeos a caminar hacia una mayor unidad. Sin un Estado europeo potente, señala Gérard Dussouy, sin una auténtica política europea, el Viejo continente, minado por su debilidad económica y demográfica, lleno de fracturas y desencuentros, será conducido hacia una mortal marginación en un mundo dominado por gigantes potencias nada filantrópicas.
El peligro entrañará una brutal revisión de las “representaciones” caducas. Nuestros pueblos descubrirán que existe “una vía y sólo una, la del Estado europeo, soberano e identitario”. Con la prueba de los hechos, captarán finalmente que la ideología universalista, que subyace en nuestras actuales representaciones del mundo, les conduce a su perdición. Por necesidad, superarán sus etnocentrismos respectivos en provecho de ese nuevo europeísmo.
Al formular este audaz proyecto de un Estado federal europeo asociado con Rusia, no deben ocultarse sus obstáculos. Vemos claramente que la falta de comunicación entre los pueblos de Europa, atados por sus partidos nacionales y los funcionarios europeos, para la realización de sus objetivos, es el principal obstáculo para dar forma a una respuesta verdaderamente comunitaria frente a los desafíos que nos acosan. Pero contamos también con una nueva cultura política europea que invade a los nuevos partidos políticos, haciendo nacer una “vanguardia” europea capaz de constituir un primer “núcleo duro” al que los demás se irían agregando.
Al formular este audaz proyecto de un Estado federal europeo asociado con Rusia, no deben ocultarse sus obstáculos.
Dicho de otra forma, las nuevas realidades geopolíticas y el choque sistémico por venir, harán aparecer, frente a los Otros, la afirmación de un Nosotros europeo que separe claramente lo que pertenece al interior (lo europeo) de lo que viene del exterior (lo internacional). Una auténtica supranacionalidad se impondrá entonces como una cuestión de vida o muerte. Con la creación de un Estado auténtico, nacerá también un espacio económico europeo homogéneo y desconectado del mercado mundial del capital y del trabajo.
El malestar social e identitario que explica el fuerte auge de los nacional-populistas a través de todo el continente europeo, apunta, paradójicamente, a la comunidad de destino de los europeos. En el seno de estos movimientos surgirá un día la conciencia de que es necesario unirse si no se quiere desaparecer. La promoción de la identidad europea fundará una imagen cultural reconstituida y no absorbente de las identidades nacionales y regionales.
Traducción de Jesús Sebastián Lorente
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