La cuestión planteada no tiene nada que ver con la tolerancia o el respeto de particularidades sentimentales o sexuales de carácter minoritario. La homosexualidad no es ninguna novedad histórica. Sería fácil enumerar los ilustres personajes, reyes y reinas o grandes señores de otros tiempos que preferían frecuentar en la intimidad a personas de su propio sexo.
La vida privada es asunto de cada cual y, con tal de que las preferencias particulares no degeneren en manifestaciones provocativas y en proselitismo a toda mecha, nada hay que objetar. Se impone respetar la intimidad de la privacy, como dicen los ingleses. En Francia, mediante el “Pacto civil de solidaridad y concubinato” (PACS), la Ley ha establecido un marco legal que permite a dos personas del mismo (o de distinto) sexo convivir y disfrutar de una serie de beneficios sociales y fiscales. Se trata de una consagración social del deseo de amor o de cariño.
El matrimonio es cosa distinta. No tiene que ver con el amor, aun cuando sea su consecuencia. El matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer con vistas a procrear. Si se suprimen la diferencia de sexo y la reproducción, no queda nada, salvo el amor, que puede evaporarse.
A diferencia del PACS, el matrimonio es una institución y no un mero contrato. La institución del matrimonio se halla definida por un conjunto de derechos y deberes recíprocos no sólo entre los cónyuges sino también respecto a los niños por nacer. La polis (es decir, la ley y sus representantes) interviene para celebrar solemnemente el matrimonio (ante el alcalde), estimando que el interés general así lo requiere. Hasta ahora, ninguna sociedad ha pensado nunca que le hicieran falta parejas homosexuales para perpetuarse.
Vale la pena insistir sobre este punto: el matrimonio no está destinado a celebrar el amor. El matrimonio es una institución basada en la filiación y el parentesco, aun si las circunstancias, a veces, no permiten que lleguen los hijos. La presunción de paternidad es su vínculo fundacional. Nuestros contemporáneos, como hace tres mil años los héroes de la Iliada (Aquiles, hijo de Peleas, Ulises hijo de Laerte, etc.) siguen pensándose como hijos o hijas de quienes los han engendrado. Y poco importa la buena o mala comprensión entre las generaciones. La ruptura de filiación es siempre un drama. Para los hijos nacidos fuera del matrimonio, la búsqueda de la paternidad no se hace tan sólo con vistas a eventuales herencias. Se hace porque es una necesidad imperiosa saber de dónde viene uno, de quién es hijo.
También es preciso hablar de la adopción, que siempre constituye un riesgo y un sufrimiento. Algunas parejas homosexuales exigen poder adoptar a un niño, más o menos como se compra un perro, un gato o un juguete sexual. De momento, la ley impide que se haga una analogía entre la adopción por una pareja homosexual y por una pareja formada por un hombre y una mujer unidos por el matrimonio. Estima, con razón, que para el ulterior equilibrio de un niño hace falta tener un padre y una madre. Lo que se toma en consideración es, pues, el interés del niño, y no los caprichos o las ganas de gozar de algunos adultos.
Digámoslo a las claras: sería destructivo cambiar los términos por los que se definen la filiación y la familia con el fin de satisfacer las expectativas egoístas de muy minoritarias parejas homosexuales. Éstas tienen derecho a que se respeten sus diferencias, siempre que no destruyan una institución que ha sido concebida en interés de los niños. Si se admite el “matrimonio para todos”, ¿por qué no ampliarlo a al gato o al perro preferido, al hermano o a la hermana, al padre o a la madre? ¿Por qué no prever el matrimonio de una mujer con dos o tres hombres?
A todas estas extravagancias cabe entregarse más o menos discretamente fuera del matrimonio. La única cuestión, finalmente, consiste en recordar que el matrimonio no es un bien de consumo abierto a todas las fantasías.
Es cierto que aquí interviene con fuerza la moda del gender, la “teoría de los géneros” (gender studies) procedente de Estados Unidos y que ya se enseña en los programas escolares de segundo grado. Esta moda pretende que la identidad sexual es el resultado de una construcción social. Simone de Beauvoir ya escribía en El segundo sexo: “No se nace mujer: se llega a serlo”. Se inspiraba en la teoría de Sartre, según el cual la identidad se reduce a la mirada con que nos miran los demás. Era estúpido pero nuevo, de modo que interesante y “exitoso”.
Los teóricos de los gender studies son feministas extremistas y homosexuales que desean justificar sus particularidades negando que haya mujeres y hombres… y sin duda también ciervas y ciervos, ovejas y corderos… Como esta fracción de la población dispone de un alto poder de compra, ejercen considerable influencia sobre los responsables de la publicidad, tanto más cuanto que sus tonterías y caprichos, reamplificados por los medios de comunicación, favorecen las novedades y las modas con las que se alimenta el sistema mercantil. Es evidente que para estos locos dorados, el modelo familiar basado en la heterogeneidad de los sexos y en los niños no es otra cosa que un “condicionamiento social” que hay que eliminar. Será más difícil de lo que se imaginan.