Para respirar alejándonos de los ridículos miasmas de la politiquería, quisiera referirme a un mensaje que me envía un lector de La Nouvelle Revue d’Histoire. Un lector descontento, debo precisar. Tiene 21 años y estudios científicos. Vive en el gran París periférico. Ha reaccionado ante la lectura de nuestro reciente dossier «Las derechas radicales en Europa». Me reprocha que, en mi editorial, no haya respondido a la pregunta «¿Que hacer?». Subraya mis distancias respecto a la acción política, y destacando que yo hablo de «solución espiritual», me dice en sustancia: «Vale, muy bien, pero todo eso no me dice nada acerca de cómo reaccionar ante la decadencia europea». No creo traicionar ningún secreto si reproduzco mi respuesta, que resume hondamente mi modo de ver. Es la siguiente:
«No espere de mí recetas para la acción. Espere de mí que le diga cuál es la vocación de su generación. Si desea comprometerse en la acción política, comprométase, pero a sabiendas de que la política tiene sus propias reglas que no son las de la ética. Cualquiera que sea su acción y su propia existencia, es vital que cada día cultive en sí mismo, como una invocación inaugural, algo que debe convertirse, por repetición, en una fe indestructible. Una fe indestructible en el futuro europeo más allá del periodo actual.
»Pienso a menudo en la desesperación de Simaco, denominado “el último romano”, uno de nuestros antepasados espirituales. Me he referido a este personaje bien conocido en mi libro Histoire et tradition des Européens)[Historia Y Tradición de Los Europeos]. Simaco, gran aristócrata romano, vivió a finales del siglo IV, época siniestra donde las haya. Murió como testigo desesperado del fin de la antigua romanidad. Ignoraba que el espíritu de Roma, heredero a su vez del helenismo, renacería ulteriormente y de forma perpetua en nuevas formas. Ignoraba que el alma europea, o, con otra palabras, el espíritu de la Ilíada, es eterno a escala humana (que no es desde luego la de la física de los astros).
«Nosotros que conocemos la historia acontecida en algunos miles de años y la exploramos con la mirada interrogadora que podía ser la de Simaco, sabemos lo que él ignoraba. Sabemos que, como individuos, somos mortales, pero que el espíritu de nuestro espíritu es indestructible, al igual que el de todos los grandes pueblos y de todas las grandes civilizaciones. Por las razones que he explicado a menudo (y a consecuencia del Siglo de 1914), lo que está adormecido no es sólo la Europa del poder. Es ante todo el alma europea la que está adormecida. ¿Cuándo se producirá el gran despertar? Lo ignoro y, desde luego, yo no lo veré. Pero de este despertar no dudo ni un solo segundo. El espíritu de la Ilíada es como un inagotable río subterráneo que siempre renace. Porque ello es cierto, pero invisible, es necesario repetirlo noche y día. Y este secreto (la eternidad del espíritu de la Ilíada) nadie podrá nunca robárnoslo.»