¿Por cuántas vidas pasamos en la misma vida?
Algunos escenarios ya ni existen, unos cuantos personajes marcharon para siempre, pudiendo despedirse, y otros desaparecieron sin dejar rastro. Nosotros también fuimos efímeros en alguna novela personal nunca escrita, quizás, con suerte, secundarios de lujo. Porque ¿cuánto tiempo creímos que duraría aquella amistad? ¿Aquella primera novia? O ¿la infancia? que, como dijo Ana María Matute, “dura mucho más que el resto de la vida”.
A medida que pasan los años y uno mira hacia atrás, o al espejo que es memoria viva, percibe lo breve del tiempo, la propia insignificancia contra la que uno lucha día a día, aunque solo sea por el deseo de perpetuarse en el recuerdo de los propios, de ese entorno que, al fin y al cabo, es juez y público de las hazañas cotidianas, y de los triunfos, -o las derrotas-, imprevistos.
¿Quién iba a pensar que aquel o aquella de quien fuimos inseparables pudiera con el tiempo convertirse en una llamada inoportuna o molesta que deseamos despachar de forma rápida y efectiva?
La realidad se transforma, y uno va cumpliendo años, y aunque el espíritu permanezca… uno va cumpliendo años. Para los niños tus ídolos ni existen o ya se han hecho viejos, tus paisajes los han re-decorado y allí donde había un mundo poblado por una época, ahora existe otro casi irreconocible, quedan los edificios pero los modos, las formas, los contenidos han sido sustituidos.
La madurez es una responsabilidad a la que hay que llegar tarde o temprano y nuestra sociedad la fuerza y la instala en el aburrimiento eficaz, evadido fugazmente por algún espectáculo, una cena o un encuentro. Perdiendo el niño, el adolescente y el joven que fuimos perdemos la erótica del mundo, la pasión con la que un día arriesgamos a vivir, a equivocarnos, para proceder, pausados y estrategas, a entrar en el ritual de las convenciones, aquellas que te permiten la mediana supervivencia, pero que te alejan de lo que fuimos, de lo que verdaderamente somos, y te sumergen en el sopor dominante.
Un día fuimos espontáneos, y quizás tampoco perdimos tantas batallas como para dejar de serlo, pero la bruma gris de nuestros tiempos acaba empantanando el intelecto, matando el instinto, y la costumbre se convierte en hábito, y este, a su vez, en razón.
Quedan los escritores, algún cineasta, la cultura, la historia, y la esperanza escondida de que algún día resurja en nosotros, o en el decorado, cierto fuego revivificador, algo que difícilmente pasará, ¡está todo tan idiotizado! -Y sino miren a esos memos que aplauden volteando las manos para no interrumpir al ñoño parlante de turno en congregaciones masivas de izquierda abotargada e indignada por tener que arriesgar para vivir-.
Ni la melancolía ni el pesimismo ejercen presión sobre mi vida, nada de eso soy. Pero sí lo ejerce el aburrimiento, el mío y el de mis coetáneos. Un aburrimiento acompañado, productivo, activo, si quieren eficaz, un aburrimiento adecuado para las figuraciones en las que permanentemente vivimos instalados.
Y ¿qué ha pasado?
El mundo se ha llenado de histéricas dominantes, de calzonazos-mascota y de viles tiranos de lo que se debe decir y pensar, y de lo que no. Un mundo correcto en la superficie, trivial hasta la saciedad, como explicó en su breve y magnífica obra el psicólogo francés Paul Diel, y perturbado hasta la nausea en sus emociones, reprimido hasta el vacío que lleva a la promiscuidad más estúpida, a las adicciones más antiestéticas y a la sociedad del espectáculo, -subvencionado-, como escribe en su último libro Vargas Llosa.
Y mientras redacto esto mi padre, ya jubilado, está cuidando sus olivos en un pueblo de Badajoz y yo estoy sentado en una cómoda silla de un piso amplio de un barrio de clase media de Barcelona. Mi vida y la suya no se han parecido en casi nada. Y no me cabe la menor duda que, aunque más dura, su vida también ha sido más auténtica.
Por todo esto deseo la revolución, ¿Cuál? No sé, pero lo digo sinceramente, quizás es una proyección de mi inconsciente, o la necesidad de un cambio social de grandes proporciones, pero cuando miro a mi alrededor y veo a los que podrían ser los factores activos de ella, embadurnados de un narciso egocentrismo, vuelvo hacia mis adentros y pienso: La vida es esto, y nada más.
Cerramos capítulos, abrimos otros, y vamos viviendo nuevas vidas en una misma para al final entender que todo era más sencillo.