Un jubilado griego se ha suicidado, recientemente, ante el parlamento de su nación. Podríamos decir que la culpa es de la presión que está sufriendo su país por culpa de los mercados financieros. Y sería cierto.
Su escasa pensión no le daba para comer y tal como dejó escrito, antes de tener que buscar comida en la basura, prefería acabar con su vida.
Y si lo dejamos en los mercados y la sumisión de los gobiernos europeos a estos, ya tenemos los agentes causantes, por inducción indirecta, del crimen perpetrado sobre uno mismo.
Pero la cuestión a reflexionar es cuán sólo debe sentirse un hombre para llegar a este límite. En nuestro afán de exculpación hemos abandonado, colectivamente, el deber de auxilio y solidaridad con aquellos más necesitados, algunos o mucho de los cuales, por una cuestión de honor y dignidad, no nos muestran sus penurias abiertamente.
Porque ¿quienes son los mercados? ¿Nebulosas flotantes? ¿Entes intangibles? No, son todos aquellos ciudadanos que tienen parte de sus ahorros, sean mucho o poco, invertidos en fondos de mayor o menor riesgo. Todos los que tienen acciones en bolsa y todos los que tienen bienes inmuebles cerrados como patrimonio sin uso. Es decir, una gran mayoría de la clase media europea, aunque no lo sepa, también es mercado. Y cuando se le ofrece un alto interés económico por invertir en un determinado fondo con riesgo, no pregunta si para ello será necesario esquilmar una determinada región de África, o en ese producto se utilizará mano de obra infantil esclavizada.
Desde que la especulación financiera ha sustituido a la economía productiva y desde que el tejido social ha sido desgarrado por los intereses comerciales y por el relativismo ideológico, desde que el sentido de identidad nacional, cultural y de pertenencia ha sido fulminado por una globalización superflua y combativa con todo símbolo que confiera fuerza a un colectivo, en resumen, desde que los unos, mercaderes de casino y los otros, apologistas de la laxitud, se retroalimentan, el individuo está solo.
Su soledad le hace tremendamente vulnerable ante los avatares de la vida, y en esta exaltación del atomismo individual, la adversidad debe ser combatida por uno mismo, sin dar pruebas de flaqueza ni de búsqueda de amparo. La vida te deja ahí, en la miseria, y tú te descerrajas los sesos como respuesta.
El griego suicida ¿no tenía hijos,familiares,amigos,vecinos? ¿No tenía a nadie que le apoyase durante un tiempo, el que fuera, a soportar las cargas a las que no podía hacer frente?
La falta de conciencia la suplimos, en muchas ocasiones, con la protesta, la queja o el “tirar balones fuera”, con la culpabilidad a los políticos, los gobiernos o los mercados. En eso los “pijoflautas” o la “izquierda caviar” son auténticos maestros, tanto como esa “derechona” de fiestas y cenas solidarias con alguna causa, en las que entre diseños de moda y canapés activan su solidaridad con algún sector planetario desfavorecido.
Miren a su alrededor y vean, o detecten, la miseria cercana y si hacen algo por aliviarla, aunque sea en pequeño grado, considérense espíritus rebeldes ante el sistema. La palabrería barata, el quejido permanente o el voto protesta no son más que artilugios del statu quo para permanecer intocable e inmutable.
Ni el 15-M ni los sindicatos, ni la izquierda obrera ni nada, a no ser que uno mismo actúe directamente con los necesitados más próximos todo continuará igual.
La verdadera revolución se crea a través de la solidaridad, de la reconstrucción del tejido social y de la aceptación individual de la propia culpa en la creación de este monstruo devorador, sociedad, que ahoga el alma y empuja a muchas personas a la más extrema soledad o miseria.
Los griegos (como lo podrían ser los españoles), y no solo los mercados, también son culpables de que uno de ellos se haya quitado la vida.